Mientras escribo esto, las voces de los peques en pleno recreo procedentes del colegio que tengo por vecino, parece como si quisieran anunciar que las vacaciones se han acabado y que es hora de ir adquiriendo el ritmo de las obligaciones estudiantiles.
No se entiende muy bien lo que se dicen entre ellos, es una mezcla entre contar experiencias veraniegas, reencuentros de las amistades de siempre y algunos gritos sin traducción aparente que suenan como a traca final de las locuras.
Unas cuantas gaviotas se encuentran apostadas en un tejado cercano sin perderlos de vista y esperando a que ellos regresen a sus aulas y se produzca el silencio para aterrizar y llevarse restos de algún bocadillo mal comido. Son animales de costumbres y hechas a pasarlas moradas y cuanto más las ves tierra adentro es porque las sardinas a flor de agua escasean y el mal tiempo poca cosa les aporta a no ser que sigan la estela del algún barco de pesca por si caen migajas de brillantes escamas.
Saben que si quieren llevarse algo al buche, van a tener que ir también al cole aunque para otro tipo de aprendizaje, ese que no está en los libros y que se llama sobrevivir. Se parecen algo a nosotros en gustos aunque no en oportunidades, mientras nosotros nos tomamos el pescadito sentados ante una mesa con cálida luz y un buen vino, ellas se las tendrán que apañar con las sobras, si es que las hay.