Sería divertido que, por una vez, los miembros de las asociaciones antiabortistas se preguntaran por qué decide una mujer abortar y, aun más fácil, por qué toma anticonceptivos para evitar un embarazo y un hijo. A menudo son pijas fachas que sueñan con una sociedad idílica en la que la base del mundo es una gran familia, por supuesto de raza blanca y religión cristiana, liderada por un hombre como los de antes, que trabaja duro para sacar adelante a sus numerosos vástagos, todos rubios y obedientes. En fin, una fantasía delirante como cualquier otra.
Porque la realidad nos dice que, en cuanto la mujer ha podido decidir si tener hijos o no y cuántos y cuándo tenerlos, la natalidad se ha ido al garete. Las únicas mujeres que tienen muchos hijos están en países subdesarrollados donde no tienen acceso a la planificación familiar o bien las muy escasas que pertenecen a sectas que les fuerzan a tenerlos sin límites. En este contexto lo lógico es preguntarse por qué. ¿Es que antes la mujer era abnegada y desinteresada y ahora se ha vuelto egoísta y fría? Parece que eso creen y, por tanto, su labor consiste en convencer a la que se ha quedado embarazada sin querer de que siga adelante y traiga a la luz a un nuevo bebé.
Y ahí está seguramente la clave: que lo que se gesta y se pare no es solo un bebé, ni siquiera un niño. Es un ser humano, un individuo, que irá creciendo a toda velocidad, con sus interminables necesidades y exigencias. Los antiabortistas sueñan con que ese individuo llegue a respirar. Y luego se desentienden porque su misión ya está cumplida. Explíquenle entonces a la madre que durante los próximos treinta años su vida entera estará supeditada a esa criatura. A ver a quién pide ayuda.