N o es la primera vez que ocurre un accidente marítimo de extrema gravedad en la costa insular como el que de esta semana frente a Binissafúller. Hace unos años otra lancha que navegaba a gran velocidad en un giro temerario arrolló a una pareja de kayakistas en Binibèquer con consecuencias irreparables puesto que uno de ellos, veraneante asiduo en la Isla, sufrió la amputación de una pierna.
Al mediodía del martes el presidente del Nàutic de Binissafúller experimentó el pánico al observar como un yate de 21 metros le arrollaba. Afortunadamente lo puede contar, aunque lamenta que «estuviera a 10 centímetros de morirme y aquí no pase nada», explicaba al día siguiente. Al no haber sufrido daños personales, las fuerzas del orden no le han admitido la denuncia que pretendía presentar por conducción temeraria y omisión de socorro del otro patrón.
Estos y otros ejemplos ponen de manifiesto la presión náutica que sufre el litoral insular hasta el punto de poner en peligro a los pescadores aficionados de raors, entre otros, como era este caso de José Luis Andreu Borràs.
Llegamos a la situación en que ya no solo aumenta el peligro en las carreteras de la Isla por la congestión que soportan en los meses de mayor afluencia de veraneantes, sino que ese peligro también deben asumirlo quienes tienen en el mar y en las embarcaciones de recreo sus aficiones principales.
Accidentes, daño ambiental, contaminación del agua, saturación de infraestructuras, amenazas para bañistas y buceadores e impacto en la vida marina son las posibles contingencias del abundante parque náutico que crece alrededor de la Isla año tras año.
Tarde o temprano habrá que emprender soluciones para reducir riesgos implementando regulaciones que limiten el número de lanchas en áreas sensibles, establecer zonas de navegación controlada y promover prácticas de navegación responsable. Y sobre todo, el sentido común de quienes las manejan.