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Termina el verano y espero que la calma otoñal nos lleve de la turismofobia a la reflexión. Es cuestión de semanas que muchas zonas costeras se apaguen y el Mediterráneo se presente como un elemento extraño y distante (los municipios abandonan sus playas y los isleños nos olvidamos del carácter sanador que siempre tiene el mar).

Yo he aprovechado las conexiones veraniegas (sin escalas) para visitar destinos desconocidos y que me han aportado sabiduría e inspiración. Vuelos a Burdeos, Lisboa y Atenas para ser un turista masificador de esos que tanto odiamos por estos lares. Y esto ha sido en cada viaje tema de conversación: el entender o confirmar que en Balears odiamos (o no) al turista.

Un tema que difícilmente he sabido responder y que he salvado alegando que el problema radica en una falta de gestión y malas políticas que no tienen que ver con el turismo (además de apuntar que hay una gran y mayoritaria masa silenciosa que no se ha pronunciado). Viajar es sabiduría y los clásicos (tan denostados y olvidados en este mundo de redes sociales y conocimiento superfluo) ya nos lo advertían. Citaré entre otros a San Agustín, con su «el mundo es un libro y aquellos que no viajan, solo leen la primera página» o al escritor francés Émile Zola, que opinaba que «nada desarrolla tanto la inteligencia como viajar».

Por ello no puedo objetar nada ante el hecho de que una decena de veinteañeros de un pueblo que no citaré compartieran avión ruta para descubrir y masificar una isla griega durante una semana. Todos viajamos y todos queremos hacerlo y afortunadamente ello ya no forma parte de un Grand Tour reservado a las élites que tras sus viajes escribían libros de gran valor para entender nuestro pasado. No hace falta ser nuestro Arxiduc que sin sus viajes no nos hubiera legado un «Die Balearen» que deberíamos tener en casa y leer para entendernos y para impulsar una autenticidad que no nos demandan los visitantes sino nuestra propia supervivencia (por cierto, qué necesaria y añorada Sa Nostra que patrocinó su edición en los ochenta).

Nuestro empeño debería ser hacer mejores a los que nos visitan y dejar impronta y ello requiere, naturalmente, un esfuerzo como sociedad que creo no estamos dispuestos a realizar. Ya lo indica el italiano Magris en «El infinito viajar» (Anagrama, 2008): «En un viaje vivido de tal manera, los lugares pasan a ser etapas y a la vez moradas del camino de la vida, paradas fugaces y raíces que inducen a sentirse en casa en el mundo (...) el viaje es circular: se parte de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve a casa, si bien a una casa muy diferente de la que se dejó, porque ha adquirido significado gracias a la partida». Viajemos y dejemos viajar desde la vocación del proceso formativo y de la necesidad de elevar el alma. Algo absolutamente necesario en esta modernidad gris, triste y quejosa.