El derecho a una vivienda no existe. Habrá que borrarlo cuando algún día se reforme la Constitución. La pérdida a largo plazo de este derecho es uno de los factores que sumerge a buena parte de la clase media en un estado sin bienestar. Esa clase media que cambia gobiernos por el enfado que provaca su injusta precariedad.
Hace 40 años, un zapatero, haciendo horas extra en una fábrica de calzado de Ciutadella, no solo pagaba su casa en la ciudad, sino que se podía construir un chalé en Cala Blanca. Hay muchos hijos y nietos que, por suerte, se benefician todavía de esa herencia. Casi tres décadas después, el boom inmobiliario, cuando la hipoteca te daba margen para amueblar el piso y cambiar de coche, atrapó a una generación que se mantiene con dificultades en esa sociedad media cabreada.
Ahora vivimos la época en que el acceso a una vivienda digna es misión imposible para una gran mayoría. El reportaje de ayer refleja parte de estas dificultades. Con empleo fijo, un sueldo por encima de la media, una mujer se ve obligada a renunciar a comprar una vivienda o irse de la Isla. Además no hay ofertas de alquileres y cuando sale algo al mercado desaparece en horas aunque sus condiciones rocen la inhabitabilidad y el precio no esté justificado por la calidad, sino solo por la ley del mercado.
La promoción de vivienda pública no tiene capacidad para dar respuesta a estas necesidades de la clase media. Las normas que se han aprobado tampoco consiguen una respuesta suficiente para dar un vuelco a la situación.
La desproporción entre la demanda, con el desembarco de nuevos propietarios de fuera, y la oferta es enorme. La mayor rentabilidad del alquiler turístico reduce la oferta inmobiliaria.
¿Se puede recuperar el derecho a la vividenda solo con promoción pública, decretos y leyes? ¿Ohay que actuar en el mercado para multiplicar la oferta?