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Hay pueblos a disgusto, trágicos, descontentos de su sino: pueblos cuyo problema no se verá nunca resuelto, cuya desazón nunca será satisfecha. Esto resulta relativamente habitual en Europa y se explica por la historia y la geografía de una gran península que se ha tomado a sí misma por continente y ha logrado imponer su error al mundo. Pueden encontrarse en ella restos de imperios desafortunadamente separados de su centro, minorías lingüísticas en el lado equivocado de la frontera, etnias solitarias como restos a la deriva de alguna invasión inconclusa o entidades que se juzgan como claramente diferenciadas sin encontrar mayor reconocimiento.

Hay territorios irredentos que no encontrarán jamás un destino propio junto a vecinos absorbentes, litigantes o meramente tentadores; islas participadas donde las más amplias concepciones deben compartir las realidades más minúsculas; penínsulas enteras cuyo reparto no concluirá nunca y en las que alfabetos, etnias o creencias han ido imponiéndose y desapareciendo a ritmo de tiovivo. Hay pueblos que se interponen en el camino de otros o que interceptan su salida al mar, pueblos cuyas vías de comunicación resultan vitales para el comercio o la guerra de unos terceros que no pueden permitir ni su independencia ni su fortaleza.

2 PROPENDEN ALGUNOS miembros de estos pueblos desdichados al «apartismo» y la tragedia. Parecen preferir vivir solos, fuera de la realidad y de la historia, al margen de los grandes acontecimientos y evitando las enormes potencialidades que crea en el resto del mundo la unión de esfuerzos y voluntades. Solos, hoscos, esperando recibir sin dar, considerándose siempre mal pagados por su mera aceptación de la convivencia con sus vecinos y enfermos de una soberbia inmotivada, enfrentan mal la tragedia de su soledad exclusivista con una resignación que estalla periódicamente en inútiles e insatisfactorios brotes de violencia.

Lógicamente, a este destino atroz al que algunos se condenan voluntaria y gratuitamente, sólo le sienta bien la grandeza de la tragedia; el destino inevitable de la víctima en un drama irremediable. Y nada puede sentar peor a esta voluntad que la liviandad de la comedia. Nada evidencia mejor lo inmotivado y vacío de una causa que el ridículo. La sangre y el sufrimiento pueden engendrar una nación, como está sucediendo en Ucrania o Palestina, pero no cabe esperar nada parecido de unas volteretas de Arlequín o Polichinela por las calles de Barcelona. Una semana trágica puede representar un hito importante en el objetivo de largo alcance de crear una nación. Una semana cómica, simplemente, lo desbarata.

Hay asuntos en los que no cabe la urgencia y en los que resulta absurdo apremiar en la necesidad de soluciones inmediatas. Desde luego, la cuadratura del círculo no se resolverá por medio de la voluntad política enloquecida ni por el mucho ardor de los autoproclamados representantes de la voluntad de los pueblos. Las cesiones al victimismo catalanista han sido demasiadas y en temas demasiado importantes: en solidaridad, en justicia o en fraternidad. Han resultado demasiado costosas en términos de convivencia, destructivas en cuanto a nuestro ordenamiento jurídico y perjudiciales en cuanto a nuestra proyección internacional. Ya hemos tenido, todos, suficiente.