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Todos hemos asistido a lo largo de nuestra vida al cambio de alcalde en el pueblo. Durante unos años manda uno y después desaparece de la escena y le sustituye otro gestor al frente de las cuestiones municipales. En general no se le da mayor importancia, aunque unos dejan mejor recuerdo que otros. Los ciudadanos de a pie nos lo tomamos con naturalidad y solemos pensar que al terminar su mandato se reincorporan a su trabajo anterior y santas pascuas.

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A niveles más elevados parece que las cosas no son tan sencillas. O no quieren hacerlas así de fáciles. Acaba de producirse el relevo de poder en la Generalitat. A la mayoría de nosotros nos da exactamente igual quién mande allí y me temo que a gran parte de los catalanes, también. Lo que la gente corriente desea es vivir bien, pagar pocos impuestos, optimizar los servicios y abstraerse de la política. Por eso casi todos olvidaremos pronto a Pere Aragonès, como lo hicimos con Quim Torra o José Montilla, de los que apenas podríamos decir qué hicieron bien o mal. Pues parece que en Catalunya, como tienden a ser tan grandilocuentes para todo (ríete del chauvinismo francés), no quieren pasar al olvido.

Eso de haber sido president se convierte en una especie de identidad para seguir caminando por la vida. Allí existe algo tan flipante como la oficina de expresident, un chiringuito al que tienen derecho todos los que se han sentado en el trono de la Generalitat, que consiste en percibir un sueldo fabuloso –nueve mil al mes–, contar con secretaria, jefe de comunicación, escolta, chófer y coche oficial, además del local pagado con fondos públicos. Privilegios inspirados en los que goza el expresidente de Estados Unidos. ¿De verdad creen estar a ese nivel?