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Que un foraster como yo se atreva a escribir de su mejor amigo menorquín no resulta fácil, pero sí debido: veinte años de amistad profunda, de convivencia intensa, de relación profesional -era un magnífico arquitecto-, de caza, de pesca, de mesa y mantel, de largas conversaciones en verano al aire libre y en invierno al amor de la lumbre en Ses Vinyes, ante la chimenea diseñada por él y construida con las piedras recogidas en su casa de Es Banyuls, que ahí están y que espero que estén para siempre.

Villaviciosa de Odón, Herrera del Duque y, sobre todo, Menorca. Compartimos horas, amigos, confidencias y recuerdos. Ahí están Paco Mercadal y Tataya, Paco d’Lo, Aleix Cánovas, Jaume des Molí de Racó, Mía Mercadal, José Meliá, Xiscu Sturla y tantos, tantísimos otros que llenaron la Iglesia de Santa María y sus aledaños el día del funeral, cuando de repente José María se nos fue, justo hoy hace dos meses. No nos lo podíamos creer, no nos lo creemos todavía.

Le encantaban los pájaros, sabía todo de ellos: se levantaba de madrugada para observarlos con los prismáticos y hacerles fotos; conocía sus cantos, su plumaje, sus costumbres, sus vuelos. Y desde que murió, y aunque parezca mentira, los pájaros entran en casa y algunos se quedan como clavados en las ventanas, tocando con su pico los cristales, como si nos mandaran mensajes del más allá, como si nos dijeran que José María sigue con nosotros, con sus amigos, con su familia, con sus pájaros de siempre.

Hablábamos mucho de sus padres: admiraba a su padre, arquitecto como él, excelente dibujante, y continuamente recordaba anécdotas de Son Rubí. Admiraba a su madre, una maestra mallorquina número uno de su promoción, que por amor se quedó en Es Mercadal para criar una familia maravillosa, con Ana y con Dito. José María, el mayor de los hermanos, la cuidó hasta que se fue en noviembre del año pasado. Siempre me quedé con ganas de probar esos platos de caza que ella preparaba como nadie y de los que José María hablaba con deleite, porque eran los platos de siempre, los platos de la Menorca más profunda y más auténtica, como él, como su familia.

Hablábamos de Loli y con Loli, su mujer, y de sus hijas, de las que estaba mucho más que orgulloso: María, Adriana, que justo al día siguiente de que muriera su padre tenía previsto incorporarse en prácticas a su despacho: tres generaciones de arquitectos Villlalonga; y de Carlota, que tuvo la gallardía de decir unas palabras maravillosas sobre su padre en el funeral de Santa María. Cuántas horas hablando de ellas, de sus proyectos, de su futuro, siempre girando en torno a esa Menorca de la que se sentía orgulloso y profundamente unido.

Me enseñó a cazar como se caza aquí en la Isla, fuera de todo esnobismo, donde lo importante no es el número sino el lance, con los amigos cazadores de siempre, saltando paredes junto a los perros, esperando con el corazón en la boca la aparición de la perdiz o el vuelo de la becada. Le costaba admitir un fallo, y no perdonaba el de los demás. Se acordaba siempre de lo bueno y de lo malo, y nos reíamos cuando una codorniz se escapaba o cuando a pesar de nuestros esfuerzos no cobrábamos una perdiz, que sabíamos que estaba allí, pero que ni los perros eran capaces de encontrar. Y al final del día, reventados pero felices, comentábamos los lances con los compañeros, con los mismos que celebrábamos hace años es dinar des cegas, cocinadas como siempre, algunas veces por Jaumot, y la última, por él, en Es Banyuls, en el mismo sitio que le vio morir.

Voy por los caminos de Menorca y le sigo viendo. Me despierto de madrugada, oigo los pájaros y le oigo a él. Jamás pensé que podría echar tanto de menos a alguien. Jamás pensé que una amistad tan reciente pudiera ser tan profunda. Jamás pensé que cuando escribiera estas líneas se me iban a llenar los ojos lágrimas. Jamás pensé que Guadalupe, mi mujer, mis hijos y yo le quisiéramos tanto, y que todos nuestros amigos, de Menorca y de fuera, con quien compartimos ratos y ratos juntos, le echaran tanto de menos y nos lo hicieran saber. Si pudiera decirle algo, le diría: José María, con las cosas que teníamos por hacer, con las ilusiones que teníamos por compartir; con lo bien que os iba, con lo contentos que estábais con el nuevo trocito de Es Banyuls, con la de horas que dedicamos a preparar un viaje de caza a Escocia; con la de ratos que pasamos escopeta en mano en los farallones repletos de figueras de moro, bajo Sa sella des diable de Es Banyuls.

Sigo sin creérmelo. Es difícil encontrar personas tan completas como tú, tan amigas como tú, tan familiares como tú, tan buena gente. Y no puedo dejar de escribir estas líneas de cariño, de recuerdo y de futuro, porque mientras haya gente como tú, gente tan maravillosa como tú, merece la pena vivir a tope. Gracias, querido José María, por todo lo que nos has dado a todos, a mi familia, a mí y a todos los que te conocimos.

Quería que el pequeño de mis hijos, Pedro, tan fornido como él, se quedara con uno de sus perros, un cachorro de su última camada de setters ingleses, y Loli y sus hijas se lo regalaron. Aunque José María le había llamado Masai, aprovechando las últimas letras de su apellido Pedro le llama Longo, su pequeño homenaje al amigo.

Tordos, perdices, codornices, patos al anochecer, serviolas, proyectos, recuerdos infinitos. Aficiones compartidas, alegrías, confidencias. No le olvidaremos nunca, porque siempre le llevaremos grabado en nuestro corazón.