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Al malabarista Pedro Sánchez le ha salido su complemento perfecto en la pista, Carles Puigdemont el prestidigitador. Un nuevo Houdini con la cara de cemento y sin gracia de ninguna clase. Un bravucón. La política española hace tiempo que se ha convertido en un verdadero circo y en la cúspide de la carpa, subidos a los columpios de los acróbatas, están estos dos personajes acostumbrados a rizar el rizo de la extravagancia ante el asombro de la concurrencia. Los españoles de a pie estamos ya cansados de la horda de conejos que se van sacando de la chistera, el uno y el otro, mientras los que les acompañan en el escenario ejercen de meras comparsas.

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Payasos algunos, leones domesticados otros, saltimbanquis, lentos elefantes que atraviesan aros de fuego. Al final, lo que se cuece en este espectáculo vergonzoso es un modelo de país que nadie parece tener claro, que nadie ha consultado con los ciudadanos y que se impone de tapadillo por la puerta de atrás mientras las dos estrellas del circo se lanzan al vacío desde la altura e intentan caer de pie. Lo malo es que caen sobre nosotros, haciendo trizas en su caída todo lo que encuentran a su paso. Es triste contemplar quiénes nos dirigen y cómo lo hacen. Una auténtica batalla de egos y machos peleando por ver quién la tiene más grande. La desvergüenza, claro. Y andan parejos. A cuál más insensato, más patético y más ridículo. Lo preocupante es que, aunque se convocaran elecciones mañana mismo para poner freno a toda esta locura los resultados de una España hecha añicos serían los mismos. Nadie gana. Ni en España ni en Catalunya. Porque ya no nos creemos nada. Hasta ese nivel ínfimo de credibilidad y decencia han llegado. También la oposición.