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Si llamamos a las cosas por su nombre la maniobra de Carles Puigdemont en su regreso a España evoca el mismo ejercicio de cobardía mayúscula que ya protagonizó siete años atrás cuando huyó oculto en el maletero de un coche antes, incluso, de que fuera citado a declarar después de la efímera declaración de la independencia en 2017.

Ahora, mezquinamente resucitado por Pedro Sánchez a cambio de los siete votos de su partido, el expresidente de la Generalitat tuvo ayer sus cinco minutos de gloria bajo el Arco del Triunfo.
La policía catalana, probablemente en una decisión política, le permitió que llegara y accediera al estrado preparado con anterioridad para que soltara el discurso victimista en el que vino a decir que Catalunya es él porque los jueces no aplican la amnistía legislada. Olvidó a todos los independentistas que ya han sido beneficiados por la interesada ley, esa que anula todos sus delitos menos el de la malversación.

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Visto y no visto, Puigdemont se metió en una tienda de campaña situada detrás del biombo y se fugó cual avezado escapista. Dijo que dejaría la política si no ganaba las elecciones catalanas y no lo hizo. Anunció que estaría presente en el debate de investidura y tampoco cumplió con su palabra.

Su pretendida intención de reventar el acuerdo entre ERC y PSOE para investir a Salvador Illa se limitó al protagonismo que tuvo durante la jornada cuando todos preguntaban por su paradero. Esa aparición fantasmagórica, no obstante, ha supuesto una humillación al Estado, a los mossos y cuerpos y fuerzas de seguridad que no han podido detenerle en su regreso a España a pesar de un dispositivo de vigilancia colosal.

Puigdemont, gracias al presidente del gobierno, ha vuelto a convertir en un sainete la imagen del país alentado por unos incondicionales que aún le dan crédito. A todos volvió a darles plantón ayer, como hace 7 años.