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Tuve la suerte de conocer a Marta Vidal antes de que fuera la superconsellera del Govern de Marga Prohens, con más áreas que nadie. Fue por trabajo y nos divertimos un rato. Una gran profesional, directa, ejecutiva y sin tonterías. El curro salió bien, aún dura el resultado de nuestra colaboración. Por eso, el día que me contó que iba a ser miembro, miembra o miembre, como quiera, del Consell de Govern, adiviné muchas cosas que con el tiempo se han cumplido casi todas. No es mérito mío, que ya sabe usted que como adivino soy nefasto, sino fruto de la propia transparencia y sinceridad de la susodicha. Se la ve venir.

Marta Vidal ha tenido una capacidad de trabajo inmensa, currante como pocos, preparada como casi nadie, lista como un lince, tolerante lo justo. Se dio de bruces con la política del descrédito. Entró como un elefante en una chatarrería y se llevó unas cuantas cornadas, que aún le duelen. Aprendió rápido. Al burladero. Y a trabajar. Vivía entre Menorca y Palma a un ritmo que pocas madres pueden aguantar. Y tal y como estaba previsto, se fue a casa antes de acabar la legislatura. Mucho antes de lo que yo esperaba, más tarde de lo que ella quiso, antes de lo que la presidenta deseaba, pero cuando ella le dio permiso. No todos valen para esta política y la política no lo es todo para ellos, y mucho menos para Marta.