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El espectáculo ofrecido por Joe Biden merece piedad, porque siempre es comprensible la resistencia de un anciano a ser apartado con vehemencia de lo que considera una tarea asumible e inacabada. Pero, contemplado objetivamente el caso, no cabía otra solución ante el fracaso que se cernía sobre el partido demócrata si no aceptaba ser relevado. La confianza en sí mismo, el apoyo de la familia, la ausencia de un sustituto que a primera vista se sobreponga o los partidarios que se aferran al líder admirado no pueden ser razones que cieguen a quien debe tomar una decisión en beneficio de la línea política que representa.

Llegar al poder es una meta que algunos persiguen con furor, pero aún más el mantenerse en la cúspide, y consideran una debilidad o una traición el renunciar o ser desposeídos de lo que tanto anhelan. Tanto la historia como la actualidad nos ofrecen abundantes prototipos de esta ansia que, cuando no atiende a razones ni a congruencia con el bienestar general, merecen la más encendida descalificación. Por lo general, solo producen inquietud y sufrimiento. Pero eso no les impide resistirse, como un gato panza arriba, a ser apartados.

Y ESO OCURRE, por supuesto, con todos los dictadores, pero también con personajes acreditados y razonables que alcanzaron su potestad por medio de las urnas. Una vez arriba se las ingenian para seguir recibiendo los votos, con buenas o malas artes, aunque algunos van más lejos y desde allí imponen su presencia con métodos arteros, sin rehuir el golpe de Estado. Conocemos a cientos de dirigentes que se han mantenido largo tiempo y cada uno de ellos presenta unas características que les hace distintos, porque lo que pretendían ha sido logrado por caminos dispares: no es lo mismo obtener el apoyo popular por la calidad de sus políticas que observar el torcimiento de esa voluntad del electorado con hábiles marrullerías.

¿Cómo comparar los catorce años de Ángela Merkel, como primer canciller de Alemania, con las coacciones y tretas de Vladimir Putin para desplegar el mando durante veinticinco años como presidente del Gobierno y de la Federación rusa? Y aún fragua leyes para detentar el poder hasta 2036, aunque sea eliminando a sus rivales, enzarzándose en guerras o aplastando disidencias, sin contemplaciones. ¿Qué decir del general Alfredo Stroessner, jefe del Estado paraguayo, al frente del país desde 1954 a 1989, aupándose mediante un golpe militar y embaucando con repetidas elecciones, absolutamente fraudulentas? Los abusos, la corrupción, las torturas y asesinatos de sus oponentes fueron prácticas habituales a las que no dudaba en recurrir para conseguir sus fines.

La lista podría alargarse con páginas enteras de personajes bienintencionados, unos (porque abundan) y perversos, otros, que estos sobreabundan. Cada cual puede juzgar como crea conveniente, pero ahí tenemos a Mao (China), Stalin (Rusia), Hitler (Alemania), Pol Pot (Camboya), Ceaucescu (Rumanía), Lukashenko (Bielorrusia), Duvalier (Haiti), Franco (España), Castro (Cuba), Somoza (Nicaragua), Kim II Sung (Corea del Norte), Ortega (Nicaragua), Obiang (Guinea Ecuatorial) y una larga relación de dictadores, capaces de desarrollar conductas o consentir acciones que harían enrojecer al lobo de Caperucita. También podríamos hablar de quienes ahora sustentan dilatados y cuestionables poderes, como es el caso de Erdogan (Turquía), Netanyahu (Israel), Sassou-Ngueso (República del Congo) o Museveni (Uganda). Demasiados, ¿no?