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No solo es un arte sino también un gran placer. Para ser un buen lamedor no es necesario haber nacido, que también los hay, sino que sobre todo se hacen, porque la práctica continuada y dirigida a conseguir un fin es el principal deseo. Hay lamedores de todo tipo, desde el perro que pasa su lengua por el rostro humano, el de muchos políticos con vistas a perpetuarse en el cargo, el empleado para conseguir ascensos o bajas laborales de dudosa justificación y el mío particular. Sí, amigo lector, lo está leyendo bien, yo soy un empedernido lamedor de helados y mi pecado principal estriba en no reconocer mis límites. Si todo el mundo supiera hasta dónde puede llegar seguramente nos libraríamos de muchos fracasos y de un sinfín de kamikaces.

Como decía, lo mío de vez en cuando son los cornets y no los degusto con más asiduidad precisamente por lo que he comentado. Las veces que me los he comprado no falla, la llamada del móvil siempre te pilla en pleno lengüetazo y como soy de bigote, super pringado. Intentas buscar el móvil, activarlo y contestar mientras que de reojo observas cómo la bola de helado superior está empezando a deslizarse hacia abajo. En resumidas cuentas, no has podido atender la llamada, la masa de helado ha aterrizado sobre tu zapato previo  un suave roce sobre tu pantalón y encima alguien te dirá más tarde que dónde diablos estabas o qué hacías que no contestabas.