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Los osos pardos salvajes de Rumanía han matado a catorce personas en los últimos cinco años, pero catorce osos han perecido atropellados por humanos solo en lo que llevamos de año. El país alberga la mayor colonia de estos animales en toda Europa y la trágica muerte de una joven turista atacada por un ejemplar hace unos días ha levantado la alarma. Tanto, que el Gobierno ha decidido abrir la veda para que los cazadores puedan abatir hasta 426 osos, lo que ha sido recibido con aplausos y entusiasmo por parte de los amigos de la escopeta. Los ecologistas, claro, han puesto el grito en el cielo esgrimiendo varios motivos bastante razonables. El caso es que aquí se produce un conflicto tan viejo como el mar, entre la naturaleza y los intereses del ser humano. Yo lo veo clarísimo y me extraña que otros no lo hagan.

Las montañas, el medio salvaje y natural, es territorio del oso (y de cualquier otra especie animal que lleve allí cientos o miles de años sin interferir en la vida humana). El problema es que el humano es insaciable. Lo quiere todo y lo quiere ya. Y lo más triste es que en la mayoría de los casos no es por supervivencia, sino por avaricia. La tontada de colonizar cada vez más lugares para el esparcimiento turístico está provocando desastres ecológicos (de eso en Mallorca sabemos mucho) y enormes perjuicios a la flora y fauna de la zona. La chica muerta esta semana en Rumanía recorría una ruta de senderismo cuando fue atacada por el oso, que después de asestarle algunos zarpazos, la arrastró hasta que cayó por un precipicio. Un suceso terrible que nos obliga a preguntarnos: ¿quién sobraba en esa ecuación? El oso, claramente, estaba en su casa. La turista podría haberse quedado en la suya.