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«Cuando un pincel fotografía y una cámara pinta», ese es el eslogan de la exposición de pinturas de Carlos Mascaró y Damià Coll que actualmente se puede ver en el Espai Xec Coll de Ciutadella de Menorca. A primera vista, se deduce que la cámara pinta más rápido de lo que fotografía el pincel, pero esa puede ser una impresión errónea. El propio Damià Coll me dijo que, para obtener el efecto de pintura en sus fotografías, aparte de los trucos técnicos de un experto, se necesitan multitud de intentos hasta conseguir esas olas del mar que parecen peinadas raya a raya, esa visión tan personal del paisaje, tan propia, que por otro lado debe de ser lo bueno del arte. Observo que tanto en la obra expuesta de Damià Coll como en las pinturas de Carlos Mascaró casi no aparece la figura humana. Entonces, para expresar los sentimientos íntimos de cada artista, hay que buscar el alma de las cosas. Eso parece más fácil en los objetos de uso cotidiano que pinta Carlos Mascaró, pero también es posible según la elección de paraísos perdidos, donde el turismo no ha hecho mella, que lleva a cabo Damià Coll. Paisajes tal como eran antes de la «invasión» turística, paisajes «silvestres» que sin embargo son los paisajes más civilizados que se pueden encontrar, puesto que nadie ha abusado de ellos.

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Carlos Mascaró pinta con una dedicación, una paciencia, una fidelidad a sí mismo admirables. En un bodegón, en unas hojas de laurel, en un dormitorio de tiempos pasados, la olla, el colador de aluminio, el cordón del embutido, los nervios de las hojas, la cama, las sombras de las vigas, los desperfectos de las baldosas nos hablan del paso de la vida humana o vegetal. La vida, las costumbres están presentes sin que haya necesidad de pintar figuras –exceptuando una reproducción de «La joven de la perla», de Vermeer, que no se parece demasiado a la caracterización que hizo de ella Scarlett Johanson, ni siquiera a la novela que escribió Tracy Chevalier, «Girl with a Pearl earring», que describe el ambiente en que se movió el pintor neerlandés. Pero se parece mucho a la pasión que desata su obra en Carlos Mascaró, un hombre que sabe de la soledad y el desamparo de pintar durante horas interminables en su retiro de una isla ya de por sí retirada cuando se apaga la invasión estival. En ese sentido, Carlos Mascaró podría ser el pintor de las horas de trabajo, de soledad, y de los días y años que dejaron huella en los objetos y ambientes que «fotografía» con el pincel.