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Recientemente, leí un titular del telediario en el que una madre se quejaba de las vacaciones de verano con una frase que me dejó perplejo: «¿Y qué hago ahora con mi hijo?». Mi respuesta, en tono de ironía, sería: «Señora, véndalo en un mercadillo». Pero, por supuesto, no se trata de una solución real, sino de una forma de resaltar lo absurdo de tratar a los hijos como mercancías o cosas que no sabemos dónde colocar.

En los colegios e institutos no «guardamos» a niños, sino que los educamos e instruimos, tanto en conocimientos como en valores. Las vacaciones son un derecho y una necesidad tanto para los profesores como para los alumnos. Es un tiempo merecido después de un arduo año de trabajo, aprendizaje y crecimiento personal. A medida que el curso escolar llega a su fin, es un buen momento para reflexionar. Este periodo no solo marca el cierre de un ciclo académico, sino también el inicio de una pausa que nos permite a todos, educadores y estudiantes, tomar un respiro, evaluar lo aprendido y prepararnos para el futuro.

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Por otro lado, es un mito común pensar que los profesores disfrutan de largas vacaciones sin obligaciones. La realidad es bien distinta. Durante el verano, los docentes dedicamos gran parte de nuestro tiempo a programar el siguiente curso, crear materiales didácticos, revisar y actualizar el currículo, y analizar el desempeño del año anterior para mejorar nuestras estrategias pedagógicas.

Sin duda, la profesión de profesor es, sin duda, una de las más hermosas del mundo. Nos brinda la oportunidad de estar en un proceso constante de aprendizaje. Cada día en el aula es una oportunidad para descubrir nuevas ideas, desarrollar nuevas habilidades y profundizar en nuestro entendimiento de los temas que enseñamos.

En conclusión, es crucial que la sociedad reconozca y valore el papel fundamental que desempeñamos los docentes. Nuestro trabajo va más allá de lo académico; somos guías, mentores y, en muchos casos, figuras clave en el desarrollo integral de nuestros alumnos. Las vacaciones de verano son, por lo tanto, un tiempo de recarga y renovación. Es un tiempo para recordar que, aunque la labor de enseñar es exigente, también es inmensamente gratificante. La educación es un viaje continuo y, como docentes, tenemos el privilegio de ser parte de ese viaje, guiando y aprendiendo junto a nuestros estudiantes.