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Las elecciones europeas han dejado diferentes lecturas y análisis, que se han ido prodigando en el curso de los últimos días. Dos elementos destacamos de los comicios en el conjunto de la Unión. En primer término, el avance de la ultraderecha –con claros perfiles nazis y fascistas–, precisamente en lo que podríamos considerar como el núcleo fundador: Alemania, Francia, Italia. Los porcentajes obtenidos por estos nuevos seguidores de Hitler y Mussolini –según declaraciones de algunos de sus dirigentes– son elevados, sobre todo, en la antigua Alemania del Este; y en la mayor parte del territorio de Francia. Pero un segundo factor debe considerarse: el mantenimiento del bloque europeísta, es decir, el que ha conformado una coalición entre el Partido Popular Europeo, los socialdemócratas, los liberales y los verdes. La posibilidad de reeditar ese acuerdo es plausible, y resultaría difícil de entender que se pudieran abrir las esclusas a aquellos que quieren entrar en las administraciones europeas para dinamitarlas. También esto último ha sido expuesto por algunos de los dirigentes de esta ultraderecha. Este europeísmo teórico que se ha expandido en mítines y posicionamientos políticos, debe cuajar en ejes concretos de actuación.

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Desde este contexto, y en el terreno económico, ¿qué sería más recomendable? Existen recetas y diagnósticos para todos los gustos, en este ámbito. Pero pienso que debe evaluarse la trayectoria de la política económica en los últimos cinco años, para reforzar aquellos engranajes que han funcionado razonablemente bien. Particularmente dos: la mutualización de la deuda pública en momentos harto complicados, como fue el estallido de la pandemia; y el despliegue de una robusta política de inversiones públicas, canalizadas hacia nichos emergentes (lucha contra el cambio climático, digitalización, transición energética, etc.). Ambos aspectos, de gran transcendencia, no deberían arrinconarse ante los desafíos que presenta la hiperglobalización o las exigencias de la ultraderecha: el avance de China, de India, la posición geoestratégica de Rusia y la inquietud por el resultado que puedan deparar las elecciones en Estados Unidos el próximo noviembre.

Se ha dicho que Europa se jugaba su razón de ser en estas elecciones. Y es esta una aseveración que, no por estar cargada de gran solemnidad, es puramente retórica. La activación de políticas de inversión pública constituye una palanca esencial para mantener un nivel de competencia y solidez con los otros bloques que configuran esa hiperglobalización. Para no quedar atrás ante el empuje asiático y el desarrollo tecnológico estadounidense. A su vez, la profusión de mecanismos de colaboración que impliquen actuaciones comunes –y también la asunción de riesgos comunes– forman parte de este nuevo escenario: ir hacia una unión bancaria más colaborativa y hacia una tesorería común para la eurozona. Establecer, en definitiva, una idea de posición firme en las complejas coordenadas internacionales; no exenta de planteamientos de carácter federalista que infieran una mayor y mejor consolidación de la noción europea de sus históricos fundadores y promotores.