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Cuentan las antiguas crónicas que en las remotas mesetas del Asia Central floreció en otros tiempos la poderosa, aunque hoy olvidada, ciudad de Bobelia, también conocida como Bobel o Bobilonia. Evidentemente, tanto el parecido fonético como la relativa proximidad física con Babel han producido confusiones entre ambas, provocando el perverso efecto de que algunos eruditos hayan puesto en duda la existencia de tan benemérita república. Pero autoridades cuyo nombre, lamentablemente, ha sido devorado por la noche de los tiempos, y que sólo encontramos citadas en fuentes tan fiables como el «arábigo y manchego» Cide Hamete Benengeli, nos han procurado la suficiente información como para poder reconstruir, a grandes rasgos, uno de los sistemas político-sociales más curiosos que haya sido desarrollado jamás.

El hecho es que Bobilonia «sorprende y no sorprende». Sus cabezas pensantes descubrieron que la política era, en realidad, la actividad única y excluyente a la que deben consagrarse las sociedades humanas y, por tanto, quedaba obligada a postergar o someter a todas las otras. El arte, el comercio, la espiritualidad, la agricultura, la industria, la justicia o el mero intercambio de ideas fueron debidamente sujetados a la autoridad del estado bobilonio y ajustados a las veleidosas necesidades de sus procesos electorales. Además, se penalizó convenientemente la práctica de cualquier otro oficio o empresa mediante adecuadas exacciones fiscales y meditadas complicaciones burocráticas. Una vez conseguido este objetivo y habiendo hecho de cada ciudadano un partícipe directo de cada resultado electoral -del que dependiesen sus propiedades, quehaceres e ingresos-, a las autoridades bobilónicas sólo les faltó el marco adecuado para el desarrollo de su sistema: la eliminación o el control de todos los contrapoderes e instituciones y las elecciones continuas.

Al efecto de poder celebrarlas, se fortaleció la división del país en todos aquellos pedazos que reclamasen algún tipo de identidad y se procedió a dinamizarlos electoralmente, a la vez que se reforzó la presencia en instancias supranacionales cuya dirección dependiera de comicios; de forma y manera que los bobilonios podían dar rienda suelta a su tan voraz como ilimitada necesidad de votar continua, compulsiva e irreflexivamente, sin conseguir resultados determinantes. Los distintos procesos electorales, los sorprendentes y disparatados sondeos de opinión, las variopintas consecuencias de estas consultas y, sobre todo, las distintas lecturas que cada facción pudiese hacer de los resultados -confundiendo victorias y derrotas según la capacidad de pactar que estos les arrojasen- se convirtieron en el auténtico origen de toda legitimidad gubernativa en la remota Bobilonia, por otro nombre Bobel.

Las triquiñuelas y las dudosas prácticas que caracterizan las campañas electorales se transformaron en el día a día de un país en el que florecieron las sinecuras ideológicas y donde todos los misterios de la vida social, que desde antiguo han asombrado a la humanidad, dieron lugar a su correspondiente departamento administrativo. Entonces, la aritmética representativa en cada institución los condujo al colapso ideológico y mental: facciones que perdían todas las elecciones continuaban en el uso del poder argumentando que estaban moralmente obligados a no dejarlo a los otros y pactando con quien fuera. Dieron, en estas, los bobelios en trasladar además sus cuitas y devaneos al ámbito internacional, donde, por una frase lanzada al azar para conseguir cuatro votos en una minúscula contienda local, comenzaron una hiperactividad errática y sinuosa como árbitros de unas auténticas contiendas internacionales que nunca alcanzaron a comprender exactamente.

Consideran, los escasos cronistas que refieren la decadencia y caída de Bobel, tanto su incapacidad legislativa como su cicatera actividad diplomática, los motivos de la completa destrucción (por parte de sus países vecinos y, al parecer, ni más ni menos que «a capones») del otrora orgulloso pueblo de los bobelicones, luz y espejo de electoralistas convulsos, dique y azote del ultraísmo e inventor del concepto de la ideología de campaña.

A pesar de las similitudes y analogías que algún malintencionado pueda tratar de establecer con otros estados y situaciones sociales, a cualquiera le resulta evidente que estas cosas no pueden pasar en nuestros días… y mucho menos en una civilizadísima Europa consciente de sus tradiciones y de su memoria propia.