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Estableciendo un símil un tanto rebuscado podemos decir que el PSOE actual ha derivado en un notable partido perdedor, hasta el punto que se está habituando a celebrar las derrotas, como hacen los equipos menores cuando caen u obtienen un resultado mínimamente decoroso ante los más poderosos en cualquier competición.

Deben saber los votantes que la diferencia entre una derrota dulce o una derrota es puramente el añadido del adjetivo, un consuelo. A ese se agarra la formación de Pedro Sánchez y sus paniagudos, clavados a las bondades que les proporcionan sus cargos, a pesar de que en un solo año, con ellos al frente, el PSOE no ha ganado una sola de las citas electorales que se han convocado, desde las municipales hasta las europeas, pasando por las generales, como bien le ha recordado Felipe González.
No parece un buen bagaje para hacer ostentación de resistencia por mucho que se mantengan en el Ejecutivo a pesar de sus continuos bamboleos. No ganan, pero gobiernan, sí, arrodillándose ante socios, soportando humillaciones permanentes y alimentando la reapertura del procés, consecuencia malévola de lo que habían anunciado como el reencuentro y la concordia a cambio de la amnistía.

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No dimitirá el morador de La Moncloa, como tampoco lo ha hecho una de sus vicepresidentas, la que se inventó eso de Sumar con el propósito de convertirse en la primera presidenta de España. Yolanda Díaz, política sobrevalorada de discurso infantil e inocuo, es la otra gran coleccionista de fracasos electorales, que ahora da un falso paso atrás en su frustrado intento de cohesionar todo lo que hay a la izquierda de los socialistas.

Al menos, la hiperventilada política gallega, ideal para sentarse en la misma mesa que la ardorosa María Jesús Montero, también vicepresidenta, no celebra tanto las derrotas como el presidente al que admira con profusión de caricias públicas. No hay que establecer, sin embargo, interpretaciones perversas porque Sánchez está muy enamorado de su mujer. Y ahí siguen todos pese a todo.