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Los jóvenes quieren viajar, los mayores también, los que trabajan y piensan en su jubilación ponen ese deseo de conocer otros países en su lista de prioridades para cuando llegue el retiro. Son miles de millones de personas las que quieren moverse por el mundo, cada vez más, frente a unos pocos ricos y afortunados que eran los que antaño se lo podían permitir.

Así que todos somos agentes masificadores de destinos y un poco turismófobos cuando las molestias nos tocan a nosotros, esa es la realidad. Hasta los temibles dragones de Komodo, en Indonesia, se angustian ante las hordas de turistas que quieren verles, ni se aparean, lo que llevó a las autoridades a pensar en la necesidad de cerrar la isla de los grandes lagartos, pero finalmente ha podido más la industria, de la que dependen sus residentes humanos para subsistir.

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Este fenómeno, el efecto directo del turismo masivo, se repite a lo largo y ancho del planeta, pero no por ello lo sobrellevamos mejor. En Menorca el debate sobre la presión turística lleva años gestándose, no ha sido un proceso de un día ni de un verano, aunque la primera movilización contra la masificación se celebrara estratégicamente el pasado sábado, jornada de reflexión de las elecciones europeas, y no antes.

Más allá del oportunismo político, ya no es solo una cuestión de percepciones –en todo caso, es una percepción compartida por muchos–, y la inquietud por compatiblizar el turismo, el gran motor económico, con el entorno, algo que nos ha ocupado durante décadas, ha pasado a ser un problema que tiene múltiples aristas y afecta también a cuestiones fundamentales para la población, como los precios y la vivienda.

Se trata de hacerlo sostenible socialmente. Mucho me temo que si se limita la entrada de autocaravanas algunas empresas tendrán aún más problemas en sus plantillas, porque no todos los que ruedan y duermen en ellas son turistas, sino que son trabajadores, la mano de obra de la temporada.