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Ustedes ya se habrán percatado de la reiterada forma de vestir de nuestros políticos. A los varones les gusta el color azul y por lo visto no sabían qué traje ponerse sin ese color. Las señorías femeninas van a su gusto, más libremente, aunque esclavizadas por la mirada de otras políticas, teniendo presente que lo de ir a la peluquería, los zapatos, el vestido o la blusa, y por supuesto el maquillaje, van a estar expuestos a ese maquiavélico fielato de la crítica y no del hombre hacia la mujer, sino de la mujer hacia la mujer: ¡pero mírala cómo viene!, si esa falda la llevaba mi abuela y ese maquillaje… ¡Vaya morros que se ha puesto!... como le han dicho que a veces sale en la tele ocupando y ocupada en su bancada de la oposición, va la cursi y se pone morros… pues hija, lo tuyo no es para tirar cohetes… además, como ahora se ha puesto muy cuesta arriba el requiebro pinturero del piropo, pues lo de los morros sobra. Ahora ves una señoría de rompe y rasga y te librarás como de mearte en la cama de soltarle: «San Pedro se ha dejado la puerta del cielo abierta porque veo ángeles por la calle».

Eso ya no se puede decir si no quiere usted exponerse a una rabiosa moción de censura, ser víctima de la inquisición parlamentaria o tener que oír aquello que un día escuchara el señor Rufián, bien que es verdad que por otro motivo: «Le llamo al orden, si sigue en su actitud, tendré que rogarle que abandone el hemiciclo». El requiebro, el piropo, incluso la amable lisonja por antojo de una política mediocre, han quedado en el cajón de los requiebros. Si por un casual una señoría femenina lleva ahora, en primavera-verano, una blusa con algún botón desabrochado, que no se le ocurra a otra señoría asomarse a ese barranco.

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Creo que lo mejor será que siga por la trocha que llevaba sobre la ropa de sus señorías, sobre todo en los hombres, que mayormente van siempre de azul. El día que se plantan otro taje azul, ni se les nota. Me recuerdan a los tuaregs que he visto en África, que llevan una vaporosa túnica azul. Con el calor africano sudan y se les destiñe, quedando a su vez sus cuerpos azulados; por esa razón también se les conoce por los «hombres azules». A nuestras señorías no se les destiñen sus trajes azules porque entre otras cosas, para eso hay que sudar.

Hay señorías que se pongan lo que se pongan, les luce, caso de Íñigo Errejón, posiblemente la señoría que mejor le luce la ropa bastante desenfadada que gasta. Otros van vulgares, cuando no vestidos sin ninguna gracia, como si el parlamento fuera un mercadillo de barrio o una feria de ganado donde han ido a vender sus terneros.

Ser una señoría lleva implícito ir vestido/a con cierta elegancia, tener un lenguaje moderado con la más estricta educación verbal. Además, alejado de la gesticulación teatral, sabiendo que es más efectivo en algunos momentos el silencio que una frase inoportuna. Rechace usted enérgicamente la carcajada sin ton ni son a la que son tan aficionados nuestros parlamentarios. Resulta penoso y además señala la victoria de la impotencia.