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Aunque a la inmensa mayoría de los ciudadanos la política europea nos importa un pimiento –solo vemos más impuestos para sostener instituciones elefantiásicas–, se ve que en las sedes centrales de los partidos la cita electoral del domingo es crucial. Allí encontrarán aposento 61 europarlamentarios españoles, una cifra irrisoria por la que, parece, las grandes siglas están dispuestas a todo. Desde que el Partido Popular resultó el más votado en las últimas elecciones generales y su líder se quedó con un palmo de narices al serle arrebatado el trono de La Moncloa, no han dejado de intentar por todos los medios desacreditar al Gobierno y, en última instancia, derrocarlo. Poco y mal hablan esas artimañas de la nobleza de la política, pero ya sabemos cómo son las cosas en España y cuál es la tradición democrática nacional.

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Lo de ahora podría ser la traca final, el redoble de tambores en la estratagema popular para hacerle pupa a Pedro Sánchez. Veremos cómo responde el saltimbanqui, que hasta el momento ha sabido saltar por encima de todas las vicisitudes. Lo triste es que debajo de sus estrategias, campañas de márketing, insultos en las redes sociales y demás maquinaria del fango, somos cuarenta y siete millones de españoles siguiendo la bola como en un partido de tenis. Los precios al galope, los salarios a años luz de Europa, de la vivienda mejor no hablar, cualquier servicio básico por las nubes, la sanidad en decadencia, los ancianos poco y mal atendidos, la natalidad ni está ni se la espera… pero estos a lo suyo, el pugilismo. No dan más vergüenza porque no se puede. Y lo peor es que casi no hay alternativas, porque ya se han encargado ellos también de arrinconarlas hasta la extinción.