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Hoy, solemnidad del Corpus, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, celebramos una de las fiestas principales de nuestra fe y de la historia de nuestra salvación. El hombre pecador, el descendiente de nuestros primeros padres, fue salvado por Jesucristo. Quien pasó toda su vida haciendo el bien, enseñando y curando milagrosamente a los enfermos. Muchos creyeron en Él y le seguían; otros, a quienes no interesaba creer y convertirse, al ver comprometidas sus vidas, le odiaban. Estos, aprovechando la traición de uno de sus discípulos, le prendieron, juzgaron inicuamente, y, con el beneplácito de la autoridad romana, le dieron muerte en la cruz. Cristo, que disponía de todo el poder divino, dejó hacer ofreciendo voluntariamente su vida, su Cuerpo y Sangre, a Dios Padre para nuestra salvación. Un sacrificio de valor infinito, la vida del Hombre-Dios. No podía ofrecerse algo de mayor valor.   

Se trata de la primera santa Misa, junto con la que se anticipó durante la última cena. «Mientras cenaban, Jesús tomó pan, lo partió y lo dio a sus discípulos, y dijo: Tomad y comed esto es mi cuerpo. Y tomando el cáliz se lo dio diciendo: Bebed todos de él; porque esta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 26-28). «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). En la cruz se realizó la Misa de manera cruenta, en la última cena de manera incruenta, pero siempre en referencia al sacrificio de la cruz del que fue una anticipación. Este sería el modo como se llevaría a cabo en adelante, mediante la pronunciación de las palabras rituales, en cuya virtud el pan se convierte en el cuerpo y el vino en la sangre de Cristo. Se trata de una conmemoración, pero con plenos efectos en todos los sentidos, de la conversión del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo y con todo el valor redentor de sacrificio ofrecido a Dios Padre.

El acto litúrgico de la Santa Misa está hoy estructurado de una manera algo más compleja, pero sin perder la sencillez. Se inicia con un acto penitencial y el himno del Gloria, a continuación, una oración y luego las lecturas, que suelen ser una del antiguo testamento y otra del nuevo junto, en el entremedio, con la recitación de un salmo, seguida de la lectura del Evangelio y la homilía explicativa pronunciada por el celebrante. Esta primera parte es principalmente formativa con la proclamación de la palabra de Dios. A continuación, las preces y el ofertorio, con lo que, con el prefacio y el Santus, entramos de lleno en la plegaria eucarística, cuyo punto culminante es la consagración del pan y el vino que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor y que se ofrecen a Dios Padre. Se reza por toda la Iglesia y los fieles vivos y difuntos y acaba esta segunda parte con un acto de adoración y gloria a la santísima Trinidad. Con el Padrenuestro se entra en el rito de la Comunión. Repartida esta y con una oración final se acaba la Misa.

La gracia resultante de este sacrificio divino es inmensa, pero fructifica en los participantes según la disposición personal de cada uno. Una Misa bien participada representa para el fiel cristiano un verdadero tesoro espiritual. Cuatro son los fines principales del sacrificio eucarístico: Proporcionar adoración y gloria a Dios, darle gracias por los beneficios que de Él continuamente recibimos, pedirle gracias para nuestra santificación y salvación eterna y para reparación y remisión de nuestros pecados. Y todo ello no solo para nosotros sino también para todos. Es una oblación perfecta que podemos aprovechar para ofrecernos a Dios cada uno, a fin de que, recibido en la comunión el Cuerpo y la Sangre del Señor, llenos del Espíritu Santo, seamos con Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.

De ahí la importancia decisiva de la Santa Misa para la santificación del fiel cristiano. Por esta razón la Iglesia manda que se oiga Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. La Santa Misa debe ser para cada fiel el centro y la raíz de su vida, desde donde santificarse y santificar todo su obrar, así como dar testimonio de Cristo ante los demás con quienes se relaciona en la vida ordinaria. Cristo se ha quedado en la Eucaristía, en un supremo acto de amor, de entrega plena: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él… quien come este pan vivirá eternamente» (Jn 6 56,58).