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Puede que España viva del turismo, pero los españoles, no. Los españoles malviven de él y por su causa, salvo ese 1 por ciento que, como ocurre en Baleares, acumula todas las ganancias que produce. No hace falta tirar de turismofobia para entender que esos pocos se han apropiado del patrimonio común de todos, el sol, las playas, los monumentos, el paisaje, la temperatura, la hospitalidad, las viviendas, el agua y las infraestructuras en exclusivo beneficio propio, reduciendo a la mayoría, a los trabajadores que construyen y mantienen cada día este país tan turístico, a la condición de sirvientes en la casa de la que son dueños.

El turismo hipermasivo auspiciado por la codicia sin tasa de unos pocos ha desbordado en los últimos años, particularmente tras la pandemia, el masivo a secas que desde los años 60 se ha acogido tradicionalmente en España y lo que fue en sus inicios una fuente de prosperidad y trabajo se ha convertido hoy en una fuente de empobrecimiento y esclavitud.

Que médicos, profesores o policías destinados a lugares de hiperhiper afluencia turística, que lo van siendo casi todos, se vean obligados a dormir en tiendas de campaña o en trasteros por no alcanzarles el sueldo para alquilar una vivienda digna, ni compartida con otros siquiera, o que los propios nativos de esos lugares sean expulsados de sus casas y de sus barrios por la invasión del alquiler turístico, y los precios inasequibles y la destrucción del comercio tradicional que conlleva, describe una realidad mísera que mal se compagina con los eufóricos datos de la macroeconomía, esa cuyos beneficios se reparten esos pocos.

El turismo, planteado y tolerado así, destruye, y el turismo masivo destruye masivamente. Esos cruceros que parecen bloques del extrarradio vomitando toneladas de dióxido de carbono y óxido de azufre sobre las ciudades portuarias, esa Praza do Obradoiro atestada, esas multitudes erráticas profanando todo lo profanable por los cascos viejos, no hablan de riqueza, sino de acabamiento y de miseria.