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Resulta significativo que al calcular los posibles pactos de gobernabilidad, tras cada una de nuestras múltiples y habituales elecciones, usemos un doble rasero: el nacional y el socialista. Recuerda uno que, en algún momento de la historia, lo del nacional-socialismo era un todo, un uno y lo mismo. Ahora, por lo visto, ya no. Cuando el resultado no arroja un triunfo decisivo de los populares, sumamos por un lado a los habituales de la izquierda con los locales más intervencionistas y por otro a los regionalistas químicamente puros. Hacemos dos columnas y nos sentamos a esperar, porque cabe, en realidad, cualquier posibilidad.

Eso sí, cuando en algún resultado intervenga en la cuenta el factor extrema derecha, hay que hacerse cruces y preguntarse cómo es posible que alguien esté dispuesto a mirar a la cara a semejantes individuos. Por supuesto, da igual que en las cuentas nacional-socialistas puedan figurar extremismos extremos por la izquierda o el independentismo; si resultan necesarios para la suma, basta con convencerse de que albergan propósito de enmienda.

Tal vez todo esto suceda porque, en realidad, lo de la derecha desapareció del tablero político con Tatcher y Reagan. Lo que nos ha quedado a la diestra es, por una parte, «seguidismo» -es decir aceptación, promoción y continuación de los miedos y emergencias de los hiper reguladores de la siniestra- y, por otra, un exceso de espectáculo tradicionalista. Permanezcamos atentos, en cualquier caso, a los resultados europeos de estas dos alternativas porqué, a pesar de lo indefinido de las formulaciones, parece haber ambiente en la diestra. Tal vez nos haya dado por recordar aquella descripción del abate Emo de la Holanda medieval que prefiguraba siglos de crecimiento y prosperidad: «Vivimos en Frisia con tanta y tan gozosa libertad que ni el obispo ni sus secuaces pueden despojarnos por la fuerza ni tan solo de una gallina».

No sé yo si me sentiría orgulloso de recibir los malévolos parabienes de Castells y Gómez, en el Parlament balear, admitiendo a nuestro Govern en las filas de sus conversos: Las soluciones al problema de la vivienda deberán ser practicadas mediante la más peligrosa intervención de la pequeña propiedad privada; la masificación mediante regulación e impuestos; y la tierra –perdón, hoy en día se dice «el rústico»-    no será para quien se la trabaje, sino para quien pueda permitirse el lujo de afrontar sus incontables obligaciones.

Convendría recordar que lo que convirtió el mercado único europeo en un verdadero espacio de Unión fue, en realidad,  la aplicación de cuatro libertades de circulación: la de bienes, la de servicios, la de capitales y la de personas. Cuanto mayor ha sido el despliegue de estas libertades, mayor ha sido nuestro progreso, nuestra innovación y nuestra prosperidad. Una política conservadora, no vergonzante, que recuerde ese «por la fuerza ni tan solo una gallina» y que abandere sus propios proyectos de progreso, tiene, desde luego, capacidad de hacer escuchar su mensaje ante los próximos desafíos europeos y abandonar, como está sucediendo en varios países, ese ridículo espacio que se deja asignar, al fondo, a la derecha.