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Aunque siempre me he confesado republicano, profeso el máximo respeto hacia la persona y la figura de Felipe VI, nuestro actual Jefe del Estado, de manera que lamento que su prestigio se vea mancillado por la torpe metedura de pata de su entorno oficial, al haber bendecido con el título de Real a esta colección de frikis gonellistes promotores de la llamada Acadèmi de sa llengo baléà, aupada políticamente por el sector más ultraderechista y furibundamente anticatalán de Vox. Poco a poco, va trascendiendo que esta incomprensible decisión contó con el aval del Instituto de España (IdE), entidad creada en plena Guerra Civil bajo el impulso de Eugenio D'Ors a imagen de su homóloga francesa, que agrupa a las diferentes reales academias españolas y que actualmente preside la de Medicina, el oncólogo Eduardo Díaz-Rubio.

Lo chusco del asunto es que la reseña histórica que aparece en su web alude al «espíritu de la Ilustración», lo que suena a chirigota cuando lo que acaba de hacer el IdE no solo es apostar por el analfabetismo lingüístico más ignorante, sino también dejar en pésimo lugar a la primera de nuestras academias, la RAE -cuyo sillón «n» ocupa la mallorquina Carme Riera-, que jamás ha puesto en duda la unidad lingüística de nuestro idioma, por más que le llamen sus hablantes como prefieran: català, mallorquí, valencià, etc.

Porque el problema de nuestra lengua no es su denominación científica -que parece ser lo que más molesta a algunos exaltados-, sino que, a lomos del vuelco demográfico que hemos experimentado, su uso social se hunde y las formas propias y ancestrales de nuestra manera de hablarla se pierden -sobre todo entre los jóvenes urbanitas- en favor de un estándar artificial que casi nadie siente como propio.

En cualquier caso, celebro que el pleno del Consell reclamase a la Casa Real una rectificación y que el Partido Popular fuera coherente con su historia y aclarase su posición frente a los disparates de Vox.

Ello no puede ser entendido en ningún caso como un reproche personal al monarca, puesto que precisamente él, que tanto tiempo ha vivido entre nosotros, debiera tener bien clara esta cuestión. No es ninguna anécdota que la heredera al trono, Leonor de Borbón hable o, como mínimo, lea un catalán casi perfecto.

Rectificar es de sabios, y el Rey tiene ante sí una magnífica oportunidad de poner las cosas en su sitio y no seguir alimentando desde la institución que encarna los discursos de la incultura más zafia.

Dicho lo anterior, hay que decir que el relato del secesionismo lingüístico bebe de dos fuentes, la política y la social, a menudo entremezcladas.

La extrema derecha insular ha sido tradicionalmente pancastellanista y en su espuria pretensión de debilitar nuestro ámbito cultural se apunta a todo aquello que consiga dividirlo. Bajo el pretexto de ser los legítimos defensores de lo genuinamente nostro -de lo que son totalmente ajenos, pues no usan jamás esa supuesta lengua baléà que defienden- lo que buscan es contribuir a construir un estado unitario y uniforme, una España una, grande y no precisamente libre.

Y, en el ámbito social, el incumplimiento de la obligación estatutaria de preservar las formas propias de nuestras islas contribuye argumentalmente a perpetuar el gonellisme.