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Hace unos días me enteré por casualidad de que existe la profesión de agitador lingüístico. No tengo ni idea de en qué consiste este oficio, la verdad. Aunque me figuro que un agitador lingüístico será un tipo seriamente enfadado y muy preocupado por la situación de algún idioma minoritario (y seguramente también minorizado). Pero no sé a qué se dedica en realidad. Puede que un agitador lingüístico persiga mover las conciencias del mayor número posible de hablantes de la lengua que agita -ah, no, que lo que agita son las conciencias, habíamos dicho-. Bueno, sea como sea, esta denominación me parece muy graciosa. No sé yo si habrá muchos individuos dedicados a tan insigne tarea. De todas formas, agitadores lingüísticos los encuentras con cierta facilidad donde menos te lo habrías esperado.

El mismísimo rey Felipe VI, sin quererlo ni beberlo, se ha convertido hace unas semanas en un agitador lingüístico como la copa de un pino al otorgarle el título de Real a la Acadèmi de sa Llengo Baléà. Él ni siquiera se habrá dado cuenta -tiene muchas otras cuestiones más importantes que tratar-, pero nosotros sí. Ignoramos quién o quiénes le habrán asesorado en la materia, pero siendo él precisamente un visitante de las Illes desde su infancia, algo le tiene que haber pasado para que al oír los dialectos baleares le inunde la sensación de que son lenguas totalmente distintas del catalán que oye en Catalunya. Es decir, aquí hay un idioma y allí, otro (aquello de que aquí decimos tassó y allí dicen got, cómo no). Fantástico. Esto nos lleva a pensar que tal vez en un futuro no muy lejano le dé por diferenciar entre el castellano de Valladolid, el de Badajoz o el de Albacete. ¡Real Academia de la Lengua de Albacete! ¿Y por qué no? Ya que su Majestad cuenta con un oído tan fino, puede que dentro de poco cada provincia cuente con una real academia propia. Esto sí que será agitación. Y no lo otro.