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Hay cuestiones que parecen de Perogrullo, pero siempre habrá quien les quiera sacar matices, puntualizaciones y zarandajas para intentar darles la vuelta. Ser un criminal hijo de puta es una de ellas. Cuando una persona –por llamarla de alguna manera– es capaz, con total frialdad, incluso con entusiasmo, de apuntar a la cabeza de otra con un arma y disparar, todos sabemos de qué hablamos. Que detrás de ese evento haya una ideología, una religión o cualquier otro delirio que queramos inventar, es irrelevante. El 99 por ciento de los seres humanos seríamos incapaces de hacer algo así, incluso en casos de legítima defensa, que esa es otra historia. Ahora que los vascos están llamados a votar se ha desatado, otra vez, el debate de si ETA esto o ETA aquello. Los que se consideran demócratas –algún partido con las manos manchadísimas de sangre, por cierto– quieren llamar a lo que hizo ETA terrorismo.

Los otros le consideran «grupo armado» y ahí se enganchan en una disquisición sin fin. No tiene sentido. Da igual. Si uno le vuela la cabeza a otro, todos sabemos de qué hablamos. La semántica no tiene cabida aquí. Lo mismo que ocurre en otros lugares del mundo, donde por simple simpatía, por tener el cerebro convenientemente lavado o por ideología, unos defienden a auténticos criminales presentándolos como víctimas. Y los contrarios defienden a auténticos criminales con idéntico argumento. Así es en conjunto el ser humano, un pelele incapaz de pensar por sí mismo, incapaz de sentirse libre para criticar y condenar a unos y a otros por igual, porque no pertenece a ninguna secta, partido o forma estereotipada de ver el mundo. Se ve que sin tener un pastor que le diga por dónde ir, la mayoría se siente perdida.