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En los momentos complicados solemos mostrar cómo somos. Es fácil ser amables con los demás si todo va sobre ruedas. Las situaciones que rozan el límite de nuestra paciencia a menudo hacen salir al monstruo que llevamos dentro. Me sucedió esta semana pasada en el aeropuerto, por supuesto, un lugar donde puede pasar cualquier cosa.

Los trabajadores del control de maletas estaban en huelga. Es la historia de siempre. Se acercan tiempos de mucha agitación aeroportuaria y alguien se pone de huelga para incordiar al personal. Por supuesto que estoy a favor del derecho de los trabajadores a la huelga, siempre y cuando los perjudicados sean los que les pagan.

Me parece fatal que las víctimas sean siempre personas inocentes, que no pueden solucionar el problema de los huelguistas, solo sufrirlo. En definitiva: me pasé junto a unas doscientas mil personas más de dos horas haciendo cola para conseguir pasar el control de policía en Palma. Fui testigo de numerosas escenas de desesperación (mucha gente perdió o estuvo a punto de perder su vuelo). Sufrí codazos, pisotones y alguna que otra palabra malsonante de los impacientes.

Y, sobretodo, comprobé que existen personas educadas y personas maleducadísimas. Cuando se abría una nueva cola para destensar el ambiente multitudinario, que amenazaba con convertirnos a todos en un felpudo destrozado a pisotones, mucha gente se abalanzaba sobre los demás, abriéndose paso a empujones para ocupar un lugar en la fila. Era como si hubiese llegado el fin del mundo. Todos eran enemigos de todos, sin ninguna consideración.

Ante aquella avalancha monumental, pensé que los seres humanos no tenemos remedio y que la asignatura que debería imponerse como obligatoria en todos los grados de la escolaridad es la educación, el respeto a los demás, y la empatía con el prójimo. En el aeropuerto de Palma todo fue caótico. La gente se abalanzó sobre la gente. Sobrevivimos magullados y en estado de enajenación mental porque asumir la realidad puede dejarte en estado de shock.