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Lo intento, juro que lo intento… pero me resulta imposible. Cada día me hago el firme propósito de no seguir más la diatriba política.

El mundo está patas arriba y nuestro país, amenazado por nosotros mismos.

Lo triste es que mientras algunos países han entrado en un conflicto bélico terrible, inhumano, feroz, lleno de odios alentados por el ansia de poder y por reyertas incrustadas de generación en generación, aquí, en España, nosotros estamos procurando día tras día odiarnos un poco más.

El sainete es lamentable, es una lucha de titanes ajena a la población, pero nos han metido a todos obligando a posicionarnos. Digan lo que digan y pase lo que pase, con razón o no, seguimos al equipo al que pertenecemos. No parece que analicemos la realidad y la cuestionemos de manera razonable.   

Estamos perdiendo el norte. La política se ha convertido en un «juego de goleadas». Los acontecimientos, por muy graves que nos parezcan, se difuminan en un día logrando poner el dedo acusador en el adversario y, así, cambiar el tanteo.

Las declaraciones de unos y de otros contradicen los propios principios que habían estado defendiendo vehementemente unos días antes. ¡Esto es de vergüenza!!

Aquí pasan muchas cosas y, las haga quien las haga, hay que aclararlas. Lo que no se puede permitir es que, para tapar un escándalo, abramos otra caja de Pandora y así se intente evitar que la sociedad sea consciente de la realidad.

No se puede estar tirando todo el día de acontecimientos pasados. No se pueden volver a abrir las heridas, sacar del cajón enjuiciamientos ya cerrados con tal de llenarnos de razones para tapar nuestras propias acciones.

Este país está perdiéndose en la selva de los egos, en la incompetencia de los políticos que persiguen perpetuarse en su puesto,  en el sálvese quien pueda y en el «y tú más».

Mientras se intenta blanquear la mentira institucionalizada, agarrándose a lo que ocurrió un 11-M de hace 20 años, que ya tuvo sus consecuencias políticas; mientras hay temas abiertos en el presente muy difíciles de entender y parece que más en explicar; mientras se corren cortinas de humo con historias que no se pueden comparar por su diferencia de calado y de perversión política; mientras hay acciones indecentes que afectan al Gobierno directamente… nos van haciendo perder el foco sobre un tema mucho más importante que puede cambiar nuestra forma de entender España, nuestra convivencia y nuestra Constitución, en definitiva: nuestra democracia.

La conocida como ley de Amnistía se mueve sibilinamente entre escritos y contraescritos, interpretaciones, pronunciamientos y opiniones de partidos, instituciones, de todos los medios de comunicación y hasta del ujier de las Cortes. Más de 3.000 altos funcionarios se han unido por primera vez en un frente común para defender el Estado de Derecho y alertar sobre los peligros de la aplicación de esta desdichada ley de Amnistía. Son colectivos de abogados, fiscales, jefes inspectores de Hacienda, entre otros, que el pasado 13 de marzo en Barcelona han advertido de la enorme gravedad de la situación.

Los artífices de este orquestado desconcierto son grandes profesionales del mundo de la comunicación y del marketing empresarial. Saben cómo maquillar la realidad, cómo suscitar la duda y manipular la opinión pública igual que lo hacen al vender recetas mágicas para adelgazar. Saben bien cuándo contrarrestar una noticia con otra, y cuando cambiar el discurso por el que más les conviene. Les da igual vender una bebida gaseosa que hacer creer a la opinión pública que la amnistía es una cosa baladí que mejorará la convivencia de los españoles y que pacificará lo impacificable, cuando ni siquiera es una medida consensuada por la que no quiere ni preguntar el CIS de Tezanos.

¡Basta ya! de imponernos formar parte de una obra teatral que se lleva por delante muchos años de convivencia y de trabajo para construir un país mejor. ¡Basta ya!, no salimos de la espiral del insulto, de la mentira y  del descrédito.

Lo verdaderamente importante se está obviando. Sobrevolamos problemas graves, como el del campo, la terrible sequía, la problemática de las migraciones, el aumento de los precios de productos de primera necesidad, la falta de consenso en la educación, el alarmante aumento de los suicidios entre jóvenes, el empobrecimiento de la sociedad, la falta de posibilidades para que las nuevas generaciones tengan la oportunidad de independizarse, la fuga de talento, la soledad de nuestros mayores, el envejecimiento de la sociedad, o las guerras en Europa que nos interpelan y nos envuelven y que, incluso, puede que comprometan nuestra paz. Pero no estamos en ello, estamos en rompernos y levantar bandos internos que nos debilitan como personas, como sociedad y como país.

Somos imbéciles, capaces de mantener nuestro voto cautivo a unas siglas políticas, aunque su ideología se haya apartado por completo de aquello por lo que siempre creímos en ellas. Somos capaces de rendir la gobernabilidad de España a la derecha independentista catalana convencidos de que lo estamos haciendo para que gobierne el progresismo. ¡Pero qué progresismo ni qué niño muerto es todo esto!