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Mi padre agonizó con 58 años, cuando yo tenía 17. No lo refiero como singularidad, pues, en otras familias se dieron peores escenarios. Él no pudo ir a la escuela, apenas pudo beneficiarse de ella, de la que se despidió, sin deponer los zuecos, cuando cumplió 9 años. De 9 hermanos, fue el mayor y su padre lo empleó para que aprendiera el oficio de carpintero, y a la vez ayudara en casa. Su infancia, así, se diluyó entre sueños rotos…

Mi padre quería que yo fuera ‘alguien’, y me temo que hubiera sufrido alguna decepción. Sin decir mucho, lo decía todo en su deseo, y se juzgaba, más que un fracasado, un ser de suerte adversa. Desafortunado, afirmaba, por la guerra civil que le tocó sufrir y en la que actuó obligado en primera línea de los peores frentes ― ¿hubo frentes buenos?, como obligada fue después su pervivencia en la dura posguerra, durante la cual no pudo desarrollar su vocación de carpintero, que le gustaba, pues se creía con condiciones para ejercerla aceptablemente.

Se consideraba un infortunado, insistía, porque sabía muy poco, y de su carencia de estudios se lamentaba. «Nadie escarmienta en cabeza ajena» repetía. Y esa aflicción, con sus recuerdos de una guerra que evocaba en silencio y su alma le lloraba, es hoy mi tema, que por lo personal no debiera quizás acercar a esta columna, ni menos valerme de ella, y me disculpo. Como quedó dicho, el 10 de febrero se cumplirán 54 años de su muerte, de ahí mi nostalgia.