TW

La expresión «línea roja» tiene un origen que no acaba de reflejar del todo el uso que le damos actualmente. Pero, ya se sabe que vivimos los tiempos de neologismos y nuevos usos del lenguaje que ya predecía Orwell con su neolengua. «Empoderarse», «poner en valor» o los significados actuales de «aplicar», «sostenible» o «implementar» son claros ejemplos de estos préstamos del inglés que, decididamente, no se devolverán. Están aquí para quedarse. Otro    ejemplo de estos usos extraños del lenguaje que marcan la deriva de la modernidad es la confusión, intencionada o no, de términos como pedagogía (de pais, niño y agogos, conductor) con didáctica (de didáskein, enseñar). Cuando nuestro gobierno se empeña en hacer pedagogía entre nuestra ciudadanía, probablemente no acaba de tener en cuenta que no todos los habitantes de este país sufren el síndrome de Peter Pan y que algunos, incluso, vamos ya algo mayores para necesitar ser conducidos como niños.

Pero vamos a la delgada línea roja. En la guerra de Crimea, la otra, la de mediados del siglo XIX, una doble línea de infantería escocesa, con las características chaquetas rojas del ejército británico, detuvo una imponente carga de la caballería rusa durante la batalla de Balaclava. Esta guerra es considerada en muchos aspectos la primera guerra moderna. Es la primera fotografiada; inauguró, gracias a Nightingale, el uso adecuado de sistemas de enfermería, y contó con una amplia cobertura mediática in situ que ya nunca abandonaría a los conflictos armados. La noticia de esta resistencia, narrada por un periodista que observaba «la delgada línea roja» desde los altos cercanos al enfrentamiento, tuvo una repercusión enorme: lo que en neolengua diríamos «se hizo viral».

La frase hizo, además, fortuna: Disraeli afirmaba que esa delgada línea de infantería británica era lo único que separaba la civilización, a sus espaldas, de la barbarie, frente a ella; Kipling la poetizó en Tommy; Neil Gaiman recondujo la frase al afirmar que son las librerías las que marcan esa línea roja; Conrad, en su «El Corazón de las Tinieblas», o Golding, en «El Señor de las Moscas», no hablaban de otra cosa que de lo fácil que es cruzar una imaginaria raya pintada. Por supuesto, fueron la novela bélica de James Jones y la película homónima de Malick las que consagraron la expresión.

A España no llegó hasta los tiempos de la famosa reunión de las Azores y ya lo hizo con un nuevo significado. Es por esto que no hay líneas rojas en la realidad. Cuando a usted pretenden detenerlo para hacerlo esperar o para que no entre en un lugar determinado, le avisan mediante una marca normalmente blanca o amarilla con nota incluida. Existe el propósito de marcar tramos especialmente peligrosos de nuestra red viaria mediante el color rojo. Está en estudio y, en cualquier caso, es posterior a este    nuevo uso exagerado y, por lo visto, vacío de significado que da nuestra clase política a la locución.

En la actualidad las líneas rojas se supone que marcan nuestros límites: los éticos y los ideológicos. En estos tiempos en que la política trata a sus afectos como aficionados al deporte y ya no intenta    conseguir nuevos votantes sino engrescar a los suyos, resulta, por tanto, crucial el marcaje de estas líneas rojas. Define la identidad de cada cual, hasta dónde está dispuesto a llegar. ¿Hasta dónde?