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Cuando se ha vivido teniendo el alma viajera y se siente una consolidada pasión gastronómica, fuerza será que se conserven unos inolvidables recuerdos de «olores y sabores». Ciertamente, no siempre agradables.

En Menorca, he comido erizo común (Erinaceus europaeus), una carne fina pero tampoco especialmente gustosa. Puestos a elegir, prefiero la escasa carne de erizo de mar común, como los he comido en Cudillero (Asturias), acompañados de unas ostras pequeñas, dos o tres almejas y un par de mejillones también pequeños recién cogidos. Uno de los productos de mar con más intenso sabor es la ortiga de mar (Anemonia comestible), y donde más las he disfrutado ha sido en Bajo de Guía en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). Decía el inolvidable Álvaro Cunqueiro, que una croqueta de ortiguilla de mar en la boca, era como una «galerna» de sabor a mar. Sí, pero cuidado, no hay que entusiasmarse con las croquetas de ortigas, un cólico de ortiguillas, ya les digo yo que es inolvidable. Pasa como con las ostras, dos docenas de ostras por boca son las matemáticas de la prudencia, aunque en otros tiempos haya podido superar esa cantidad. Nada de extrañar que en un par de ocasiones, alguna ostra contaminada me ha llevado al hospital con un fuerte dolor de estómago y por supuesto con fiebre. Al neófito o al futuro comedor de ostras, quisiera darle un consejo, una vez que tenemos la ostra en la boca, hay que morder en la parte más regordeta que es donde tiene su hígado, que es a la postre, lo que proporciona el verdadero placer de este bocado que ya adoraban los romanos.

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Recuerdo una Navidad que a mi cuñado Uyi no se le ocurrió otra ocurrencia que traer a la cena familiar de esos días, cuatro docenas de ancas de rana, que por las fechas, o eran de otro país o eran congeladas, las guisé yo, porque a la hora de    prepararlas, to dios se escaqueó, cuando tienen una elaboración muy sencilla, simplemente rebozadas en tempura. En otra Navidad, nos juntamos en un restaurante dos compañeras de María que son aparejadoras con sus respectivos maridos, que fueron quienes encargaron la cena. El plato novedoso fue un steak tartare de canguro, carne exportada de Australia, una ocurrencia peligrosa porque nadie disfrutó de aquella carne cruda, camuflada con cebollita muy picadita; otra vez que comí steak tartare, fue en Mongofra, si bien la carne debía ser de ternera. Estuve sentado al lado de don Fernando Rubió, su invitación a manteles era con motivo de celebrar la publicación de un libro mío. Perdón por autocitarme.

Hay una notable diferencia entre el steak tartare (manjar francés) y el carpaccio que fue inventado en Italia en 1950.    Ninguna de las dos recetas forma parte de mis devociones culinarias. Recuerdo con nostalgia mis viajes africanos y su peculiar gastronomía. En el Restaurante Carnivore de Nairobi, he comido alguna vez y siempre he probado la carne de cocodrilo. A propósito, si les dice un «nota» que ha comido cocodrilo y que lo encuentra como la carne de pollo, sepa usted que el «nota» o está mintiendo, que es lo más seguro, o tiene las papilas gustativas para hacérselas mirar, porque la carne de cocodrilo tiene dos características peculiares: la primera, que es una carne completamente blanca y la segunda, que no sabe absolutamente a nada, es completamente neutra, su buen gusto es la consecuencia de alguna estupenda salsa o aliño, con la que suelen acompañarla en África. Otras carnes de animales salvajes son difíciles de encontrar en la cocina keniata, porque hoy en día no se puede cazar salvo en las zonas reservadas a tal efecto. El gobierno keniata con buen criterio, sabe que le sale más rentable un impala, un ñu, un faco, un búfalo cafre, un elefante o una grácil gacela, vivos que muertos. Hubo un tiempo que en los mercados africanos se podía    comprar carne de elefante enlatada, ignoro si aún queda algún lugar en África donde se pueda hacer eso. Un recuerdo que nunca me ha abandonado fue aquella noche que María y un servidor cenamos en un poblado frente al imponente Kilimanjaro. No se me olvidan unas gambas con una especie de salsa, jamás he probado un picante tan potente como aquel. Requisé a la desesperada la fruta que tenía María y la botellita de agua más la fruta mía y mi botella, para intentar reducir el ardor que invadía toda mi boca, algo verdaderamente inolvidable.

Continuará...