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Es evidente que carros de combate, baterías antiaéreas y misiles desplegados a cientos de kilómetros de sus objetivos son capaces de infligir daños brutales a un enemigo que no disponga de armas similares, pero la guerra no es sólo cuestión de poner en funcionamiento herramientas de este calibre. La fogosidad de los componentes de su ejército, el entusiasmo de la población y su capacidad de sacrificio, el asumir una posición casi martirial que muestra su férrea voluntad de no dejarse avasallar, aunque sea ofrendando su propia vida… son elementos que no deben subestimarse cuando de un enfrentamiento bélico se trata.

¿Es lo que estamos viendo que sucede en Rusia? El presidente Putin ordenó la invasión de Ucrania y ni siquiera se atrevió a calificarla abiertamente como guerra, sino que impuso un eufemismo, esa expresión un tanto vergonzante de «operación especial». Da la impresión de que no se atrevía a ir más lejos en la denominación, aunque sepa que de esa manera miente, como si no estuviera seguro de que sus conciudadanos lo aceptarían sin resquemor.

Pero después de dos años de acciones claramente belicosas, de levas repetidas e impositivas, de miles de bajas y cientos de miles de heridos, de sanciones económicas de los países occidentales, de arrogantes destituciones en la cúpula del ejército, de discretos suicidios entre los miembros críticos de la élite económica, de castigos desproporcionados contra los individuos que no ocultan su descontento… los ciudadanos podrían caer en la cuenta de la trifulca en que se les ha metido, de que no resultará fácil cortar los nudos que les oprimen y que sin haberse enterado de las «graves ofensas» que a juicio de Putin han hecho indispensable esta guerra deben asumir la necesidad de llevarla hasta el final (hasta esa victoria tan improbable como costosa) o de pasar por el deshonor de una derrota, sobre la que nadie les había advertido.

A la vista de cómo se están desarrollando los hechos, podemos dar por seguro que esta no es la guerra de la nación rusa, sino una decisión personalísima y mal fundada del propio Vladimir Putin, sin que a su pueblo tengamos que pedirle responsabilidades por lo que está sucediendo en Ucrania. No es nada nuevo, ciertamente, porque la lista de antecesores autócratas que han avasallado a su pueblo, esos que se han cobrado con millones de cadáveres lo que su voluntad les dictaba, es extensa.

Cuando los alemanes intentaron dominar Stalingrado, aunque fuera asolándola y reduciéndola a escoria, el pueblo ruso les plantó cara y logró dominar aquella ansia asesina, aunque fuera con un costo altísimo. Así lo interpreta Vasili Grosman, en su novela «Por una causa justa» (compañera de la espléndida «Vida y destino»), que eleva un canto a ese proceder inigualable que mantuvieron contra viento y marea. Este es el cuadro donde aparece retratado el mal que sobrevino y la resistencia con la que le hicieron frente: «A pesar de todo, durante aquellas horas fatales en las que se consumó la destrucción de Stalingrado, sucedió algo verdaderamente grandioso: la fuerza inquebrantable del pueblo soviético y su fidelidad a la idea de libertad sobrevivieron y se abrieron paso a través del humo y las cenizas, sobreponiéndose a la violencia tan terrible como vana de quienes, en mitad de la sangre derramada y una niebla pétrea y ardiente, pretendían fijar la esclavitud y la ruina de Rusia». (2011: 669).

Ahora son los ucranios los que han asumido el compromiso de no dejarse tiranizar y, con la ayuda que Occidente les presta, resistirán todo lo posible para que su patria no resulte ultrajada. Sería deseable que lo consiguieran.