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Vengo señalando que determinadas crisis económicas profundas, como la de fines del siglo II (d.J.C.), recordada aquí hace unos días, en su específica recuperación arrastran una innovadora configuración de orden económico-social. Después de la crisis del siglo II afloró un sistema donde los siervos ganaron peculio y derecho a matrimonio de esclavos; y ciudadanos romanos perdieron libertad, acogiéndose a la dependencia personal de un propietario territorial, dando entrada a un régimen socio- económico de colonato, antecedente del feudalismo.

La crisis del siglo VIII, ocasionada por la conquista de los árabes del norte de África y de la península Ibérica, causando la ruptura de la unidad mediterránea y el término de las relaciones comerciales, entre Oriente y Occidente, ocasionó una implacable depresión en gran parte del Occidente europeo y la ruralización de su economía, que hasta el siglo XI no entraría en recuperación, de modo generalizado; no obstante, ya en el siglo X, los venecianos gozarían del privilegio de disponer de un «fondachi» o» funduk» en Constantinopla, consistente en un almacén, lugar de venta pregonada de mercancías orientales y hospedería de los mercaderes, sede que se iría adoptando en ciudades mediterráneas.

La España de los estados cristianos de la reconquista no sufrió el aislamiento mercantil, como ocurrió en el resto del occidente europeo, puesto que, en las fronteras con el mundo islámico, se practicaba el habitual comercio de mercancías entre levante y occidente, disfrutando de periodos de convivencia, entre ambas culturas. En Menorca, los «dirhemes» o monedas de los emires de Denia y de Mallorca encontrados en la isla, que se utilizaban fraccionados, así como también de plata, pertenecían a emires de la parte oriental de la península. Cuando se produjo la conquista de Alfonso III, multitud de árabes pagaron su propio rescate con monedas de oro antiguas que se usaban en la península, sobre todo en Castilla, cuyo valor variaba según los tiempos.

Al parecer existen relativos indicios de persistencias mozárabes, «gentes del libro», dentro del mundo islámico menorquín. El vocablo sarraceno Sen Agaiz o Sent Agayz, sería un topónimo mozárabe, un nombre anterior a la islamización de Menorca; las basílicas paleocristianas justifican la presencia de este vocablo cristiano. Además, está documentado que en los siglos X y XI, la dinastía musulmana de Denia confirmaba a Gilbert, obispo de Barcelona, su jurisprudencia sobre las iglesias de Baleares, lo cual induce a pensar que el culto de Santa Águeda tiene arraigo secular en Menorca, preislámico o al menos pre alfonsino. En la península, ante la invasión islámica, cupo el sometimiento de los hispano-godos a los árabes en forma de tratado amistoso, cuando se trataba de cristianos o judíos, a quiénes se permitía la práctica de su religión, incluso conservar sus bienes rústicos, pagando un tributo personal (chyzia).

La Iglesia católica, fundamentada en la Metafísica aristotélica, había contado y contaría con potentes filósofos sociales, que conformarían la doctrina económico-social, relativa al reparto equitativo de los bienes y a la defensa y protección de los menesterosos.

El comportamiento de los agentes económicos está informado de principios éticos, que en el mundo antiguo fueron concebidos, con rigor básico de realismo crítico, por Aristóteles (384-322 a.J.C) en su «Ética Nicomachea»; los cuales fueron acogidos por los primeros padres de la Iglesia, ya en el siglo IV, como Basilio el Magno y Agustín de Hipona, en sus argumentos teológicos, los cuales en el siglo XIII informarían los tratados teológicos de Tomás de Aquino y de los franciscanos británicos, como Duns Scoto, y también del mallorquín Ramón Llull.

Aristóteles, ocupándose de la relación entre el hombre y la riqueza por la búsqueda del bien supremo de la felicidad pública, afirma que el comportamiento económico destinado a adquirir riqueza, puede ser positivo sólo cuando el fin último de la riqueza acumulada sea el compartirla con los demás, es decir que responda a la crematística positiva; y señala Aristóteles que el dinero no conduce necesariamente a la felicidad, salvo que se relacione con la virtud.

Para alcanzar la felicidad, el hombre necesita bienes que satisfagan sus necesidades y también acciones virtuosas y la amistad. Así, para Aristóteles la actividad de producir riqueza y el intercambio son buenos en sí mismos porque facilitan el bienestar humano; pero sin confundir las funciones jerárquicas entre riqueza y necesidad, que deben respetarse, contribuyendo al bienestar de la colectividad. Ya Basilio el Magno (330-379), cuando habla de compartir bienes, elabora un concepto próximo al de «distribución», puesto que cuando las personas ceden bienes que poseen en exceso a aquellas que tienen necesidad, a través de esta redistribución constituyen un estado de «bien vivir», que se puede definir como de felicidad pública.

El pensamiento clásico de Aristóteles y su influencia en el pensamiento económico escolástico abarcó toda la edad media, incluso al pensamiento Lulista, con matices a la escuela de Salamanca, así como también tuvo su alcance en la filosofía cartesiana. Lo característico de los pensadores de esta larga etapa fue la búsqueda de la felicidad colectiva como garante de la individual. Alfonso III cuando conquistó Menorca restableció instituciones romano-bizantinas; pero pudo encontrar facilidades en ello a través de ligeras persistencias de la religiosidad cristiana, aunque sólo fuera en algún topónimo.