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No van a quedar ni las raspas como la factura que pase al cobro Puigdemont por cada iniciativa de Pedro Sánchez sea como la transacción vista en el Parlamento esta semana. Y todo indica que así va a ser, incluso obligando al sanchismo a humillarse hasta el extremo de pedir árnica al PP contra el que en el debate de investidura levantaba un muro. Solo ha pasado mes y medio. La amenaza del prófugo de Waterloo –hacer «mear sangre» a Pedro Sánchez- ya es una realidad.

Tanto el diputado sanchista, Marc Pons, como el portavoz balear, Iago Negueruela, demandaban al PP coherencia y su voto favorable a los tres decretos pendientes de convalidación, antes del aquelarre parlamentario madrileño. ¡Qué cruel ironía reclamar coherencia desde el sanchismo a los populares! Quizá Negueruela y sus conmilitones pensaban en su presidente, en los días previos a las elecciones de julio: «El independentismo pide la amnistía, algo que este gobierno no va a aceptar y que desde luego no entra ni en la legislación ni en la Constitución». Hasta una docena de ministros se manifestaron en los mismos términos hasta que desde la Moncloa se mandó parar. Y defender todo lo contrario. O tal vez se acordaban de Carmen Calvo, vicepresidenta para todo en un tiempo no tan lejano: pactar con Bildu, decía, era una línea roja «y los socialistas, con nuestros defectos y virtudes, somos muy de fiar. Todo el mundo sabe a qué puede atenerse con nosotros, cuáles son nuestros principios y las líneas que no pasamos». Serían los socialistas, porque los actuales sanchistas, de fiar, precisamente, no son.

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Así es como los siete escasos votos de los separatistas han conseguido blindar momentáneamente la amnistía –está por ver qué dirá Europa ante la inaplicación de una norma comunitaria– y, entre otras disposiciones económicas ya conocidas, revertir la legislación que facilitó en 2017 la salida de Catalunya de hasta 9.000 empresas. El 20 % del PIB regional, que se dice pronto. En el Senado, el sanchismo se rompía las manos aplaudiendo por haber sacado adelante dos de los tres decretos. El tercero, subsidio de desempleo y escudo social, al ser de Yolanda Díaz, bueno, la derrota no se considera del Gobierno sino de la vicepresidenta de Sumar, desdeñada por sus ex de Podemos. Coherencia, dicen.

De entre las empresas más notables que el delirio independentista obligó a marcharse de Catalunya, la Fundación La Caixa, accionista único del holding Criteria que agrupa la cartera industrial del grupo, se instaló en Palma, junto con la Obra Social de la entidad. Palma también iba a ser sede de Caixabank, pero finalmente el consejo de administración se decidió por Valencia. La obcecación de los secesionistas por el regreso de las empresas ha llevado a plantear incluso la imposición de sanciones a las que no se dobleguen a sus pretensiones. Producen auténtico pavor los titubeos del gobierno de Sánchez frente a las intenciones del independentismo desde el momento que el Ejecutivo se mostró inerme ante la descabellada demanda de Puigdemont y los suyos. Han sido los empresarios quienes han tenido que recordar algo tan obvio como que las empresas se instalan donde quieren e invierten donde eligen. Eso es Europa. Es la libertad. Es muy inquietante tener que recordarlo.