Un selecto amigo, de los que de una mano sobran dedos, y la otra no cuenta, añadió, a sus buenos deseos para el año que comienza, una serena confesión: ser consciente del declinar de sus condiciones físicas e intelectuales; ese rondar, daba a entender, por los aledaños del palacio de Vejecia; relegado ya, en el umbral, el jardín de primavera... Sin embargo, no les teme, y de limitaciones habla, porque se aferra a una lección de vida que se aprende por poco que se observe: saber adaptarse dignamente al presente y a lo desconocido que esté por venir; no hay otra...
Por tanto, la existencia consistiría en acostumbrarse a vivir, como si de un oficio se tratara, que, aceptablemente asimilado, ya no sirve sino para enseñárselo a los demás, que no es poco. En verdad de Perogrullo, no pasan los años y sí nosotros, y se reitera la evidencia, ya expresada por un antiguo emperador de China, esto es, que en la marea de los días a veces aparecen olas de tristeza, pero también otras de felicidad; complacencias que deberían compensarnos.
Ese amigo de quien les hablo apostó por Séneca, y sus «Epístolas a Lucilio», cuando convino que la fragilidad y la enfermedad forman parte de la vida, y que la persona sabia necesita rodearse de amigos no por propio interés, sino para satisfacer el deseo de ayudar a los demás, pues sanador es el apoyo… «Nadie tiene una vida completa si lo vuelca todo en su beneficio», dijo el filósofo...