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Por capricho y mero pasatiempo, a veces me confecciono falsas identidades mentalmente. De viejo cascarrabias francés, de escritor ruso represaliado, de joven medio tonto guionista de series basadas en hechos reales, de poeta chino borracho de la dinastía Tang, de esto y de lo otro. Identidades falsas hay todas las que quieras, nacionales, culturales y profesionales, y en la variación está el gusto. De género no, me aburren mucho esas identidades (como las históricas y las religiosas), pero el resto las clavo. Algunas sólo me duran diez minutos, porque no valen la pena y dan bastante grima, como la de diputado minoritario determinante, pero con otras se puede pasar la tarde. Eso sí, procurando que no se te quede pegada, que luego ya no hay forma de quitársela de encima. Hay identidades propias de uso general extraordinariamente pegadizas. Mejor no tontear con ellas. Una de mis favoritas, a la que recurro cuando me noto melancólico y desganado, es la de ladrón de cajas fuertes dotado de un tacto exquisito.

En una ocasión la mantuve casi quince días (mi récord), porque descubrí que aporta una gran sensibilidad en las yemas de los dedos, que persiste y es muy útil cuando luego se adoptan otras identidades falsas, como la de libertino romántico del siglo XIX. Recomiendo esta identidad ilegal a cualquiera, porque como además lo de robar cajas fuertes exige trabajar en la sombra, sin que nadie se entere, es mucho más llevadera que por ejemplo la de obispo, cocinero estrella o líder político, tremendamente engorrosas por el gentío que las acompaña. Yo siempre he querido tener identidades falsas livianas, que pasen desapercibidas y así me dejen en paz. Y puesto que carezco de una verdadera identidad que pudiera obstaculizar la construcción de otra, me    adapto a cualquiera en pocos minutos. A ver qué pasa, a ver si así. Hasta que me canso y me desprendo de ella como si fuese un gabán polvoriento, antes de que se haga endémica y crónica. No hay nada más fatigoso que poseer una identidad propia. Es exasperante. Incomprensible que la gente se encapriche con la suya, habiendo tantas, y se aferre a ella confundiéndola con su alma. ¡Mi identidad, mi identidad…! , se lamentan.