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A perro flaco, todo son pulgas, suelen decir. Y qué verdad. También que la historia se repite porque no aprendemos de las lecciones del pasado. Sea sabiduría popular o casualidad, lo cierto es que estos años veinte están resultando bastante paralelos a los del siglo pasado. La pandemia, la crisis económica, el afán militarista y ahora... lo que nos faltaba: el antisemitismo. Parece que cuando tocan vacas gordas nos olvidamos de las diferencias y nos dedicamos a disfrutar de la vida, pero en el momento en que atacan las pulgas queremos ver en el otro la raíz del problema. Si el ataque de Putin a Ucrania despertó en algunos un irracional amor a la patria y la consecuente afección a todo lo militar, incluidos los símbolos nacionales, ahora la masacre en Oriente Próximo nos devuelve nuevas ínfulas belicistas. Todo ello se conjugó ayer en el desfile del doce de octubre con motivo de la Fiesta Nacional. Solo faltaban los toreros y las folclóricas, entre tanques y cornetas, cabras, legionarios, reyes y súbditos, banderas e himnos.

Todo el arsenal completo. Con guiños a la modernidad, como la mujer que saltó en paracaídas y la presencia de fuerzas civiles, como los bomberos. Naturalmente, no puede haber patriotismo sin patrioterismo y se cumplió el ritual de abuchear, insultar y despreciar al líder de la izquierda. El pobre ya debe estar acostumbrado, pero cada día le salen más canas. A mí ante estos despliegues de amor a la muerte y a la violencia se me revuelve el estómago y más cuando trato de calcular el coste económico de cada uno de los juguetes que exhibieron con orgullo, cuando un día tras otro nos dicen que no hay dinero para enderezar el desastre de la sanidad pública, para garantizar las pensiones o invertir en ciencia.