Estoy muerto. Bueno no, o sí. No sé. Tan muerto como te mate una bala de escopeta perfectamente tirada. Bueno, a ver, muerto de morir, no, pero muerto un poco, sí. Te explico. El jueves paseaba por la calle cuando desde un balcón un niño me disparó con una escopeta de plástico. No salió ningún proyectil, pero él me gritó «muerto». Como los niños no suelen mentir, actué como si una verdadera bala me hubiese herido de gravedad.
El niño soltó una carcajada y se metió dentro de su casa a celebrarlo, supongo, mientras yo maldecía mi destino porque el jueves, precisamente, era un día muy malo para morir porque tenía muchas cosas que hacer. Así que, desde entonces, estoy muerto. Imagino que estoy en la prórroga de la vida, en el tiempo añadido hasta que ese mortífero disparo actúe con todas sus consecuencias.
Es una muerte lenta, lo sé, pero la verdad que se lleva bien, casi no noto efectos secundarios, primarios ni terciarios. La herida mortal me dio margen para terminar mis quehaceres del jueves, los del viernes incluido este artículo, y muy probablemente los del sábado. El domingo no tengo nada que hacer, pero también me resultaría una puñeta morirme porque, la verdad, es el día de descanso. Si el lunes, que es un día perfectamente entendible para morirse con tal de no ir a trabajar, a mi herida invisible le da por confirmar el fatal desenlace, no la toméis a malas con el niño, él estaba jugando. Si te soy sincero, creo que con la escena me divertí más yo, que el niño. Supongo que él estaría harto de adultos que, ante el mismo disparo, ignoraban el juego porque son «demasiado adultos para estas cosas de niños». Yo creo que son «demasiado poco niños para sus cosas de adultos». Yo podría haber hecho lo mismo, ignorarlo y seguir con mi camino, con mis movidas, pero pensé que no me costaba nada dedicarle unos segundos a ese francotirador en potencia que, estoy convencido, no lo hizo con maldad porque quizás estaba defendiendo el castillo, el fuerte, el hogar o quizás él era el ladrón que intentaba salir airoso de una situación complicada. La imaginación es infinita, ya se sabe. O lo era, al menos. Mientras me moría, me alegré de ver que las pantallas y las videoconsolas no han arrasado con todo, que no han ganado la guerra. Que todavía hay quién se divierte con poco. Y me alegré por el niño que llevo dentro. Aunque ahora viva con la angustia de no saber cuándo va a hacer efecto esa maldita bala.