«¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres». Con esta severa y enérgica reprimenda contestó Cristo a Pedro por quererle disuadir de padecer la muerte en manos de los judíos y resucitar al tercer día. Pedro, el discípulo sobre cuya «piedra» se edificará su Iglesia, no está en sintonía con Jesús, no siente como Él. No sabe cuál es el verdadero sentido de la vida de Jesús ni de la suya propia y no se da cuenta de que con sus insinuaciones se convierte en piedra de tropiezo para Jesús.
Claro como el agua. Se nos conceden dos maneras de concebir y orientar la vida: vivirla de acuerdo con el querer de Dios o al margen de Dios. En definitiva, como dice el mismo Cristo, o Dios o Satanás.
San Pablo en la carta a los romanos nos describe hoy la vida del cristiano. «Hermanos por el amor entrañable que Dios nos tiene, os pido que le ofrezcáis todo lo que sois como víctima, viva, santa y agradable a Dios: en esto consiste vuestro verdadero culto. No os amoldéis a este mundo. Antes al contrario, trasformad vuestra manera de ver las cosas para que podáis conocer cuál es la voluntad de Dios, lo que le es agradable, bueno y perfecto (Rm 12,1-2)». Más adelante dice: «La caridad es la plenitud de la Ley (Rm 13,10)».
Con el pecado original de nuestros primeros padres la naturaleza humana quedó degradada. El dolor y la muerte entraron en el mundo. Para salvarnos Dios concibió la Redención por medio de Jesucristo, pero esa salvación se realizará a través del sufrimiento y de la cruz. Este es la paradoja del cristiano que a Pedro le cuesta comprender: Que el triunfo de Cristo sea realmente la cruz. Cristo reprende al que será su sucesor porque ese modo humano de ver las cosas es incompatible con el plan de Dios.
A muchos les puede costar comprenderlo. Hay en el ambiente una especie de miedo a la cruz. Se llaman cruces a todas las cosas desagradables de la vida y no saber llevarlas con el sentido divino de los hijos de Dios, con visión sobrenatural, por amor. La Cruz dejó ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. Es el emblema del Redentor. Allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección. Cristo exige para seguirle: no un entusiasmo pasajero, sino la renuncia de sí mismo, al egoísmo, cargar cada uno con su cruz de cada día. Porque la meta que el Señor quiere para todos es la felicidad eterna en contraposición a la dolorosa vida presente que es transitoria, pero medio para conseguir el Cielo. Hay que amar al mundo, pero no hay que anteponerlo a su creador. El mundo es bello, pero más hermoso es quien lo hizo. No pretendamos amar más la criatura que su creador. Dios prefiere a los que estiman más la vida eterna que los pasajeros y efímeros dones terrenos. Por amor, vencer en la cruz de cada día nos llena las manos de buenas obras y nos abre las puertas del Cielo. «Al que tiene se le dará».
La sacudida de Cristo a Pedro va dirigida directamente y sin paliativos a todo el que quiera seguirle: ¿estás dispuesto a dar a tu vida su verdadero sentido?