Decepcionado por el desdén hacia el árbol testigo de vida, me sumerjo bajo su copa en las páginas internáuticas de «La Vanguardia», donde me espera otra decepción, nada menos que la noticia del declive de la tramontana: según un estudio científico, sus resoplidos han menguado en los últimos lustros y no hay visos de recuperación, y me pregunto qué va a ser de nosotros sin nuestro viento fetiche si se confirman los augurios. ¿Volverá la lujuriosa erección de nuestros árboles, secularmente tumbados al sur, si la tramontana se nos va?
Mientras tanto, Rubiales. El último jefe del fútbol español sigue copando portadas y programas de televisión. Nunca un beso (un pico le llaman ahora) resultó tan tóxico. Y lo es, por cuanto tiene de falta de respeto a la mujer, de abuso de autoridad, de ese machismo que no cesa, de la chabacanería del «marcar paquete», pero resulta cargante el tufillo inquisitorial, el sobreactuado rasgamiento de vestiduras de gentes (las del fútbol) que suelen tener la sensibilidad de un mejillón para estos asuntos (de hecho, pocas horas antes del desgarro vestimentario muchos asambleístas, seleccionadores incluidos, aplaudían con las orejas al líder en caída libre). Seguimos siendo un pueblo amante del melodrama destripador. En fin, por si las moscas, este comentario se autodestruirá en cinco segundos…
Le comento al hierático árbol que llevo tres semanas sin acudir a mi cita con el mar. Factores disuasorios: la falta de aparcamientos, el calor tórrido, las medusas, los rallys de coches de alta gama en la carretera, ese creciente número de accidentes que vuelve a poner de actualidad el insepulto asunto de la carretera… Una suma de circunstancias que me mantiene alejado de mis lugares habituales de exhibición de crowl, pero no de los fosquets del puerto, con el yating en su apogeo, en el que los indígenas contemplamos con resignación desigualitaria el constante trajín de afortunados pasajeros que desembarcan, glamurosos, para ir a llenar las terrazas de los restaurantes y bares de copas.
Se nota ya cierto declive en las mesas para alivio de las langostas supervivientes de la masacre estival. Y queda tiempo para la melancolía de lo que un día fue el puerto, una delicia de vida sencilla y marinera y lo que es ahora, una mina para los concesionarios de amarres y los restauradores, que siguen sin ponerse de acuerdo en el controvertido asunto de la peatonalización del puerto. Unos la denuestan y otros la bendicen mientras forcejean para recolocar las jardineras que los avispados conductores de coches de alta gama retiran para poder aparcar a las puertas del restaurante.
Pero el tiempo avanza, implacable, y ha pasado ya la borrasca anunciadora de los idus otoñales con sus ecos electorales como música de fondo. ¡Mi reino por una legislatura tranquila y sabiamente reformista! ¿Veremos algún día semejante prodigio?