Mientras el escribano de Pedro Sánchez ya debe andar tecleando en su ordenador la segunda parte del «Manual de Supervivencia», el líder socialista barrunta cómo salir del feliz atolladero en el que le han situado las urnas para prolongarse en la Moncloa cuando todo parecía en su contra.
No le va a resultar sencillo pero mucho peor lo tiene su rival, Alberto Núñez Feijóo, que incluso insinúa un pacto utópico de estado con ese sanchismo que pretendía derogar cuando llegara a la presidencia, algo que no va a ocurrir por el momento. No son buenos tantos bandazos en el Partido Popular porque acaban jugando contra su credibilidad, el argumento principal -y real- sobre el que edificó su campaña sin obtener el resultado que esperaba.
Son los extraños giros que permite el sistema parlamentario español para elegir quién gobierna el país. A priori, es mucho más sencillo que lo acabe haciendo el que ha perdido las elecciones y que pierda el que las ha ganado en función de los pactos que suscriban las distintas fuerzas que integran las cortes.
En este caso, sin embargo, el precio que tendrá que abonar Pedro Sánchez, puede devolver el país a la profunda crisis territorial de 2017. Las concesiones a los partidos independentistas catalanes y también vascos, están sobre la mesa de la negociación. Los secesionistas se han encontrado una oportunidad histórica para reactivar un movimiento que perdía adeptos día a día y difícilmente la van a dejar pasar. Es tan caprichosa la aritmética parlamentaria que hasta Carles Puigdemont, prófugo de la Justicia, puede acabar convirtiendo a Sánchez en presidente a cambio de extenderle una alfombra roja para que su regreso a España tenga un impacto mínimo a nivel judicial, bien con la amnistía que exige o bien con el indulto una vez sentado y condenado en el banquillo de los acusados.
Es inverosímil concluir que este resultado y sus consecuencias sean el reflejo de la voluntad popular.