La fe y la esperanza van unidas, como la duda y la angustia. Los humanos compartimos sentimientos que nos hermanan pese a tantas diferencias y divergencias. Tras nacer, experimentamos la muerte ajena repetidas veces antes que la propia. Es ley de vida y el dolor de la pérdida provoca un duelo que tenemos que pasar para poder seguir adelante. Hay muchísimas muertes que no nos afectan por lejanas o desconocidas; otras pueden alterar nuestra vida profundamente. Todas las guerras siegan vidas de forma brutal pues domina el afán de destrucción y la lógica simple del matar o morir. Nuestra existencia se asienta sobre todas aquellas que la precedieron. Hoy la guerra es total. Cuando recordamos la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría o la construcción de la Unión Europea, vemos que las amenazas actuales son de nueva generación. Cada vez más sofisticadas y sibilinas.
Hay quien cree que con la muerte se acaba todo. A otros, su fe les permite ver más allá de lo efímero, darle un sentido a lo inevitable y están convencidos de que tras un largo invierno, crudo y desapacible, inevitablemente llegará la primavera.