Se dice que «quien bien te quiere te hará llorar». Yo, qué quieren que les diga, será alguno de esos que se creen que amar es ir por la vida pegando estacazos, porque salvo que seas un masoquista integral estoy más en aquello de producir sonrisas. Yo tengo, como todos ustedes, una amiga en mi dormitorio a la que adoro y llamada cama. Es acogedora, cálida y siempre dispuesta a que te relajes, pero sin embrago como casi todo tiene su lado oscuro. Me refiero a sus patas salientes, agazapadas bajo los colgajos de los edredones, emboscadas a la espera del inocente sonámbulo.
Un cómico dijo que el dedo meñique del pie era feo y absurdo y que solo lo teníamos para tropezar y machacárnoslo con las patas salientes de nuestras camas. Yo no sé si es culpa de los soñolientos pasos que damos medio adormecidos alrededor del catre antes de acostarnos o al despertarnos, o se debe a la mala intención de su fabricante porque digo yo que las patitas podía haberse fabricado sin esos criminales rebordes. Cuando tu dedo meñique impacta contra ella y que suele ser a todo volumen, además de cerrar los ojos por el dolor y gemir, te acuerdas de la cama, de sus patas y de toda la familia del fabricante. Y no es que uno esté a esas horas para frases y pensamientos filosóficos, pero a tu mente acuden dichos de los más inconfesables. Yo que no me había parado nunca en meditaciones digitales, he llegado a la conclusión de que tenemos los otros cuatro dedos restantes como simples repuestos para que puedan ir sustituyendo al pequeño cuando ya esté totalmente abollado e inservible. El hombre no solo tropieza siempre con la misma piedra, muchas veces es con la misma cama.