Mi psicóloga me ha sugerido dejar de prestar atención a los medios de comunicación durante una temporada. Es por la tensión.
Pienso seguir su consejo, de manera que si Feijóo dice alguna tontería nueva, si Sánchez nos enchufa una exuberante nueva trola, si Abascal abanderado tira una nueva piedra contra su propio tejado, o si algún hiperventilado podemita consigue gastar una nueva tajada de nuestra pasta en chorradas, me lo voy a perder.
Para ir relajando les contaré una reflexión nacida durante un largo paseo realizado a ritmo trepidante para evitar que se me congelaran manos, pies y orejas.
Vamos a necesitar un poco de matemáticas para expresar las conclusiones provisionales hacia donde conducen mis razonamientos.
Imaginemos que usted («A») consigue un empleo ni muy bueno ni muy malo. Imaginemos que obtiene por su trabajo un sueldo de 1.600 pavos, y catorce pagas. Imaginemos que tributa por ello un IRPF de 2.500€ (es mera hipótesis, no tengo ni idea; yo soy autónomo, con eso se lo digo todo). Supongamos que usted entrega a alguna ONG dos pantalones seminuevos (que ya no usa, pues los kilos ganados en Navidad no tienen pinta de abandonar el asiento que ocupan actualmente) y deposita en alguna cesta solidaria dos litros de aceite, cuatro kilos de garbanzos y un paquete de pañales. Ahora supongamos que una persona con escasos recursos (X) a quien le ofrecen alguno de los productos que usted ha donado, reaccionara diciendo: «que se meta por donde le quepa el aceite, lo que tiene que hacer es pagar más impuestos: 1.600€ al mes es una suma escandalosa para un solo individuo».
Cambiamos de pizarra. Usted ahora es «B». Ha creado y conseguido mantener a flote durante treinta años una lavandería industrial. Tiene diez empleados. Paga 30.000 de IRPF (es otra hipótesis aleatoria). Posee dos viviendas, una en Mahón y otra en Punta Prima. Dona usted para una rifa benéfica una pequeña (pero relevante) colección de sellos que heredó de su padre. Con el dinero obtenido en dicha rifa se compran sillas de ruedas para ancianos necesitados. Uno de los beneficiarios (Z) opina que se puede usted meter la silla por donde le quepa, que lo que debe hacer es pagar más impuestos y ceder al estado la casa de Punta Prima para que la alquile a bajo precio a alguien que la necesite como primera vivienda.
No quisiera parecer alarmista, pero no descarte, señor o señora «B», que el señor o señora «A» esté de acuerdo con el tipo de la silla (Z) y se sume a la petición.
Cambiamos de pantalla. Ahora usted es «C». De joven, cuando era asalariado tuvo una buena idea, tenacidad y suerte. Actualmente posee un conglomerado de empresas que cuentan con ciento cincuenta mil empleados; paga mil millones en impuestos y dona instrumental médico por valor de 300 millones de pavos (sigo especulando con los datos).
Un cuarto sujeto («D»), que gana 80 mil al año y ni crea ni valor ni empleo, exceptuando el de los colegas a quienes consigue arrimar a la teta del estado (lidera un partido político), opina que usted, «C» se puede meter el instrumental quirúrgico por donde le quepa, que lo que ha de hacer es pagar más impuestos.
Nótese que con toda probabilidad, los que obtuvieron donaciones de «A» y de «B» («X» y «Z») opinarán como «D», pero no se sorprendan si tanto los mismísimos «A»y «B» sostienen que hay que crujir a «C».
¿Por qué sucede este fenómeno tan curioso?
Mi hipótesis es que a menudo la línea que separa lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo, se traza de esta guisa: si un sujeto tiene más que yo, es malo e injusto, hay que freírle por tanto a impuestos. Si tiene como yo o menos, no, porque es bueno y justo.
Con la misma soltura, aquel que recrimina al empresario que haya deslocalizado su empresa, decide comprar un abrigo súper cálido que cuesta 30€ en lugar de pagar 130€ por una prenda similar fabricada en su pueblo, sin preocuparse en ese momento por el hecho de que si la prenda elegida es tan barata se deberá muy probablemente a que haya sido confeccionada en algún país con sueldos descomunalmente inferiores al suyo propio.
Que enrevesadas son las matemáticas, carallo!