A una persona santa le preguntaron cuál era la advocación de la santísima Virgen que más le gustaba y contestó que la de la Maternidad. Y tenía toda la razón, porque la Virgen era lo que era y es lo que es, la llena de gracia, la concebida sin pecado original, la asunta en cuerpo y alma al cielo, porque estaba destinada, llegó a ser y sigue siendo la madre de Dios, al concebir en su seno, por obra del Espíritu Santo, y dar a luz a su hijo Jesucristo. Es decir, todo en función de su maternidad divina. Y esta es la fiesta que celebramos hoy solo a una semana del nacimiento de Jesús en Belén.
Es para los cristianos una fiesta muy adecuada para estrenar un año nuevo. Lo empezamos con el nombre de María Madre para que nos ayude a llenarlo de buenas obras, en esa lucha para hacer que nuestra vida de cada día, y así durante todo el año, sea agradable a Dios, una vida de servicio y de amor. Ella es la medianera de todas las gracias y nos dará las que necesitemos porque, por voluntad de Cristo decretada momentos antes de morir en la cruz, es también madre nuestra y una madre quiere siempre el bien de sus hijos. Su amor materno se manifiesta con la misericordiosa generosidad con que nos reparte sus gracias, incluso cuando no se las pedimos. Por esto, a Dios se va y «se vuelve» con María.
Nuestra Madre es causa de nuestra alegría porque nos ha dado a nuestro Redentor y Salvador. Es la única que, junto a Dios Padre puede decir a Cristo: Tú eres mi hijo. Le gusta que la invoquemos por su parentesco con la santísima Trinidad: hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo. Dios podía hacer un mundo mejor, pero no una madre para su Hijo más perfecta que María.
Son alentadoras las palabras de san Bernardo: «Si se levantan los vientos de las tentaciones, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, llama a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en el abismo de la desesperación, piensa en María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege nada tendrás que temer: llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara».
En este año en que la Iglesia se prepara para el sínodo y nos empuja a todos los fieles a salir y dar testimonio, roguemos a la Virgen que así como Ella rezaba con los apóstoles esperando la venida del Espíritu Santo, se nos muestre ahora como nuestra Madre. ¡Todos con Pedro a Jesús por María!