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Un amigo, observador y experimentado, apostó una cena a que las viviendas que el Ibavi construye en Borja Moll, en Mahón, no estarían listas hasta el último día hábil para inauguraciones de la actual legislatura autonómica. El desafío data de finales de marzo de 2019, última fecha legalmente consentida para ese tipo de ceremonias en el anterior mandato, al ver el despliegue de cargos públicos, con la presidenta Armengol en cabeza del séquito, que asistió a la colocación de la primera piedra.     

Le recordé el otro día que podía darla por perdida al haberse entregado los pisos hace días. Pero no cedió, eran dos promociones iniciadas al mismo tiempo y falta la segunda, me dijo. Y es probable que, en efecto, no esté acabada hasta finales de marzo, vísperas electorales otra vez.

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Pretendía denunciar no la construcción de pisos de protección, que contribuyen a mitigar un problema endémico, sino el error político que, en su opinión, supone la propaganda adherida a un tipo acciones que no son sino un parche para un problema desbordante y que, por otra parte, no superarían el rigor empresarial cuando necesitan más de dos años para levantar un bloque de pisos disponiendo de la financiación asegurada.

Tampoco le gustan las ayudas directas en forma de avales para suscribir la hipoteca. Defiende la más vieja y justa política de desgravación a través del IRPF del esfuerzo que se invierte en la aquisición de la primera vivienda. Aquella a la que pudo acogerse la generación de la Transición, o la del 82, cualquier definición es buena, hasta que el inefable Zapatero la recortó en 2009 para rentas inferiores a 24.000 euros y la remató después Rajoy al tener que gestionar el agujero que dejó su antecesor. Aquello era redistribución de rentas incluida en la política de estado, la de los gobiernos anteriores a ese extraño personaje que ahora ejerce sin vergüenza de embajador en países americanos.