Leí la semana pasada que Félix Bolaños, el ministro emparentado vacacionalmente con Menorca, ha explicado en la radio amiga -amiga suya- que Queipo de Llano y José Antonio Primo de Rivera también serán removidos de sus aposentos. Los restos del primero se pudren en la basílica de la Macarena de Sevilla y los del segundo, en el Valle de los Caídos, en adelante de Cuelgamuros, según dispone la nueva ley de memoria democrática, el texto versionado por Bildu de la ley que dejó Rodríguez Zapatero.
Ya sacaron a Franco de la tumba y lo llevaron en volandas al camposanto de Mingorrubio -funesta alegoría de elevarlo a los cielos- entre la indiferencia del personal, que anda más preocupado por el mañana que por el ayer. Pero este, el ayer, parece un filón infinito del que nutrirse políticamente. Agitar fantasmas del pasado removiendo los huesos de personajes de tiempos pretéritos es un recurso a mano.
En otras partes del mundo han arramblado con estatuas de figuras más o menos ilustres a los que la historia, o quienes la escriben, habían subido a un pedestal. Pero eso es otra cosa, responde al simbolismo del pasado juzgado con mentalidad de hoy, celebramos una conquista pero condenamos otra idéntica por motivos ideológicos.
Todo apunta a que cuando se acaben los nombres propios de la guerra civil, los del bando con sepulturas en recintos católicos, habrá que seguir escarbando siglos atrás para satisfacer el apetito necrófilo de los gobernantes. Isabel y Fernando deben estar temblando en el sepulcro de la capilla real de Granada.
Ellos son los grandes actores de la creación de la nación española en cuyo derribo se afanan fuerzas políticas de los cuatro puntos cardinales. El traslado de sus restos aparecerá cualquier día como reivindicación a cambio de la aprobación de los presupuestos o de una ley trans.