El pasado día catorce celebramos en la Iglesia la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su importancia viene definida porque Cristo murió en la cruz para salvarnos. Así como en un árbol el pecado de nuestros primeros padres fue nuestra perdición, en el árbol de la Cruz fuimos salvados. Así en la entrevista íntima con Nicodemo le dijo Jesús: «Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre para que todo el que crea en él tenga vida eterna (Jn 3- 14.15)».
El castigo de muerte en la cruz era el más cruel e infamante al que se condenaba por delitos muy graves. En el lenguaje corriente también solía referirse a la cruz para significar el dolor provocado por el cansancio, las contrariedades y las penas de la vida ordinaria. En este sentido Cristo dijo a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz de cada día, y que me siga (Lc 9-23)».
Desde entonces, todo el que quiere vivir con plenitud la vida cristiana, la santidad, debe seguir el camino de la Cruz, a través del cual algo tan desagradable como la enfermedad, el dolor, la pobreza, el fracaso, etc. cobran su verdadero sentido. El cristiano debe estar dispuesto a llevar la Cruz difícil y dura con amor, convirtiéndola en fuente de purificación y de vida sobrenatural. Es más, Dios bendice con la Cruz cuando quiere otorgar grandes bienes a un hijo suyo, al que trata entonces con particular predilección.
El sacrificio de la Cruz, en el contexto de la Redención, es el remate de toda una obra que pone de manifiesto el inmenso amor de Dios por el hombre, ese ser excepcional que creó a su imagen y semejanza. Para redimirlo el Hijo de Dios se encarnó, nació pobre en Belén, conoció la persecución y el exilio, trabajó como artesano junto a su padre José, a cuya muerte asistió, hizo frente a las necesidades de la vida, junto a María su madre, al cansancio y al sudor del trabajo, con naturalidad y paz.
En sus años de vida pública no tenía dónde reclinar su cabeza. Siguiendo agotadores itinerarios, predicó la Palabra y curó las enfermedades de muchos. Muchos le siguieron, pero conoció la hipocresía, la envidia, la incomprensión y la traición de otros, especialmente de los poderosos. Cuando le llegó la hora todos le abandonaron, fue preso y juzgado inicuamente, sometido a torturas, burlas y humillaciones, cargó él mismo con la cruz en la cual murió perdonando. Padeció enormemente, pero amaba más de lo que sufría. Un soldado gentil, al verlo morir así exclamó: «Verdaderamente este hombre era un justo (Lc 23-47)». Fue «obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Phil 2-8)». Después resucitará glorioso.
«No era necesario tanto tormento. Él pudo haber evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones, aquellos malos tratos, aquel juicio inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanzada… Pero quiso sufrir eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder?» (San Josemaría, Vía Crucis, 107).
De eso se trata, de corresponder con la cruz de cada día, uniendo la nuestra a la de Cristo. Sin miedo, pues así como la Virgen María estuvo de pie junto a la cruz de su Hijo, así también está junto a nosotros animándonos y fortaleciéndonos. ¡Con alegría, ningún día sin cruz!